Colaboración de Juan Medrano
El escritor y periodista Ethan Watters
presenta en este libro la tesis de que en los últimos 30 años, en línea con el
éxito internacional que está teniendo la Psiquiatría DSM y el modelo médico –
psicofarmacológico y con los intereses creados de industria y profesionales,
los modelos y concepciones estadounidenses han invadido el resto del mundo,
colonizando y sustituyendo las concepciones psicopatológicas e incluso
culturales de múltiples entornos sociogeográficos. Los simplones modelos
estadarizados de los manuales de la APA, acogidos con entusiasmo, están
ejerciendo de bulldozers a pesar de que su validez (por supuesto, discutible)
se centra exclusivamente en la tradición médica, psicológica, filosófica y
asistencial norteamericana, por lo puede dudarse sobre su aplicabilidad a otros
entornos. Según el autor, la APA y sus manuales son a la Psiquiatría y a la
cultura psicológica y asistencial de otros países lo que McDonald’s a su
gastronomía, y para ello selecciona cuatro casos y situaciones muy sugestivos:
la epidemia de trastornos de la conducta alimentaria en Hong Kong desde
mediados de los 90; la intervención (o tal vez) imposición humanitaria del TEPT
y su abordaje en Sri Lanka tras el tsunami de 2004; el enfoque que
culturalmente recibe en Zanzibar la
esquizofrenia en contraste con el propio de los EEUU (y, en paralelo, el curso
evolutivo diferente de la enfermedad en países desarrollados o en vías de
desarrollo) y la “introducción” del concepto de depresión en Japón desde el
inicio del siglo XXI.
En 1994, una adolescente emaciada de 14
años cayó muerta a plena luz del día en una calle de Hong Kong. La prensa
local, en su afán por cubrir un suceso tan impactante, encontró en Internet la
descripción de un trastorno, la anorexia nerviosa, con la concepción occidental
de la importancia de la obsesión por la delgadez. Encontraron un filón, y sus
informaciones, tan alarmistas como bienintencionadas, dieron lugar a una
explosión de la prevalencia de la anorexia en la ciudad y a campañas de
concienciación sobre riesgos (que tal vez lo que consiguieron fue aumentar el
número de casos). No es que no hubiera comportamientos de restricción dietética
en la cultura china, sino que su contexto clínico y cultural era muy diferente
al que conocemos en Occidente, además de que su número era muy inferior al que
resultó después de la campaña periodística. Nadie mejor para atestiguarlo que
un psiquiatra local, formado en el Reino Unido, el dr. Sing Lee, que acompaña y
orienta a Watters en este capítulo y que le explica cómo a su regreso a Asia se
encontró con esa forma local de restricción alimentaria, en absoluto vinculada
a temor a la obesidad o a un culto a los cánones modernos de belleza femenina,
pero que tras la muerte de la adolescente en la calle y la campaña mediática
desatada asistió perplejo, años después, a la “occidentalización” de la
anorexia en China, acompañada, además, de un espectacular incremento de de su
prevalencia.
El segundo capítulo plantea la
occidentalización del trauma y de su abordaje en Sri Lanka tras el tsunami de
diciembre de 2004. La invasión de ONGs dispuestas a tratar las secuelas
psicológicas de la catástrofe tiene un regusto de déjâ vu histórico, y remeda
tiempos pasados caracterizados por un celo evangelizador de infieles e
ignorantes (en este caso, ignorantes de la verdad psiquiátrica occidental). Los
counsellors y psicólogos que
desembarcaron en la isla proclamaban la verdad del daño psíquico para los
supervivientes según la visión individualista occidental y ofrecían con celo
misionero los rituales de curación espiritual, siguiendo el paradigma del
trastorno por estrés agudo y el trastorno por estrés postraumático y trastocando
concepciones locales que han sido útiles, según apunta Watters, para apuntalar
social y psicológicamente a los pobladores de la isla, sometidos al trauma
continuado de una prolongada guerra civil evitando un mayor derramamiento de
sangre. El entusiasmo de los profesionales desplazados a la isla está en
perfecta consonancia con el modelo actual de una especie de debriefing in situ que hace que no haya
catástrofe o trauma en nuestro entorno sin que aparezca el correspondiente
equipo de psicólogos prestando ayuda a víctimas y allegados. Algo que se ha convertido en automático y
reflejo y que hace unos meses dio pie a que se desplazase un equipo de
profesionales para reconfortar a 1200 esquiadores que se habían quedado
aislados en una estación pirenaica, previendo una situación traumática que los
propios afectados desecharon al reclamar que en
lugar de psicólogos se les subiera tabaco.
Para su capítulo sobre la esquizofrenia en
Zanzibar, Watters se apoya en la experiencia transcultural de Juli McGruder, una
profesional norteamericana establecida en la isla, que le ayuda a comparar la
vivencia local de la enfermedad, teñida de elementos culturales y religiosos
que fusionan la creencia en los espíritus y los preceptos del Islam. El
resultado es actitud más tolerante y permisiva para con los pacientes que
sugiere a Watters la impresión de que la diferente actitud y el grado dispar de
exigencia entre los dos entornos socioculturales podría explicar la paradoja de
que la esquizofrenia tenga una mejor evolución en países en vías de desarrollo
que en los que disfrutan de las economías más punteras.
Mención especial requiere el último
capítulo, que recoge la promoción de la depresión en un país como Japón en el
que el concepto no se había asentado y en el que las ventas de antidepresivos
eran insignificantes en relación con las propias de los EEUU. Watters nos
cuenta el metódico plan desarrollado en especial por GSK para promocionar la
paroxetina que, partiendo del adagio de que el buen vendedor no vende
Coca-Cola, sino que vende sed, comenzó por convencer a los psiquiatras y
médicos locales de que la depresión es un fenómeno incontestable y frecuente.
Asimismo se apoyó en una cuidada presentación del suicidio como algo
psicopatológico y remediable para terminar por conseguir que la idea de la
depresión penetrara en la cultura y que de alguna forma llegase a ser vista por
la población como una especie de diagnóstico chic.
El autor ha tenido el buen juicio de
buscar guías adecuados para su viaje por cada uno de los entornos y choques
culturales y psiquiátricos que nos presenta; también es encomiable la
bibliografía que ofrece para cada capítulo. Su propuesta es que de la misma
manera que el American way of life va
colonizando todo el mundo, la American
Psychiatry está haciendo lo propio con las formas locales de psicopatología
y las visiones que estas tienen de la curación o el manejo de los problemas. Se
imponen así modelos y concepciones pasando por alto que el sufrimiento humano
que es algo más que un mero fenómeno biológico y sintomático y que se nutre del
(y se puede entender mejor en el) contexto cultural. Llevado de su celo
reivindicativo de las culturas y modos de enfermar locales Watters llega a
plantear el empuje globalizador del DSM puede hacer desaparecer algunas
variantes etnopsiquiátricas de enfermedad mental, lo que representaría una
pérdida para el ser humano comparable a la de la extinción de especies animales
y vegetales para la biosfera. Sin duda la comparación tiene algo de epatante,
pero hace pensar. Al fin y al cabo, el sufrimiento humano, de la índole que
sea, es un fenómeno complejo, y la visión puramente médico-biológica escotomiza
muchos de sus componentes y matices. Los humanos somos seres eminentemente
sociales y nuestro ecosistema particular es la cultura. Su influencia tiene en
el sufrimiento mental elementos patogenéticos y patoplásticos, por invocar
conceptos médicos clásicos, a los que no podemos ser ciegos. La angustia del
koro, pongamos por caso, no es un bien cultural a preservar, sino algo a
remediar, pero que haya humanos que enferman a la manera del koro informa sobre
la cultura local, sus valores y tendencias, sus preocupaciones, su ideología y
su religión. La globalización patoplástica y el empuje colonizador de los
modelos patogenéticos de la Psiquiatría norteamericana elimina el
reconocimiento de estos elementos y, a lo peor, el valor curativo de matices
culturales propios del individuo sufriente que no puede reconocer ni mucho
menos utilizar la Psiquiatría Occidental.
Anuncio en
un periodico japonés de la compañía farmacéutica Shionogi & Co. Divulgando
el concepto de depresión. Muestra a la actriz Nana Kinomi animando a la gente a
hablar acerca de la enfermedad
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Watters también nos recuerda que las
epidemias de anorexia en Hong Kong o de depresión en Japón tuvieron lugar en
momentos de gran turbación social, desencadenados, respectivamente, por la
incertidumbre que provocaba la inminente devolución a China de la antigua
colonia británica o la crisis económica que sacudió a los nipones desde finales
de los 80. La reacción reaccionamos psicológica y psicopatológica, incluso de
forma colectiva, que los seres humanos mostramos a los contextos y situaciones
sociales es algo que no percibe adecuadamente el modelo psiquiátrico pujante.
Y, por último, a uno le queda una cierta
impresión de que los europeos también tendríamos que mirarnos un poco el efecto
que sobre nuestra cultura psiquiátrica han tenido el DSM y la hegemonía de las
concepciones norteamericanas de la Psiquiatría. Aunque nos encanten las
posturas críticas con la APA y los sucesivos DSMs, no es nada raro que nos
calemos la boina hasta las orejas –a veces hasta la apófisis xifoides- y como
verdaderos catetos emulemos las modas que vienen del otro lado del Atlántico.
El resurgimiento del uso de la clozapina tiempo después de que fuera “descubierta” en los
EEUU justamente el mismo año en que se retiró
de nuestro mercado es un ejemplo tan ilustrativo como lo es la entusiasta
recepción a la noticia de la efectividad timorreguladora del valproico tras los
ensayos clínicos
norteamericanos, olvidando que su profármaco, la
valproamida, llevaba un cuarto de siglo utilizándose en
Europa en esa indicación. Si a esto unimos el éxito de
los sucesivos DSMs o la biologización – farmacologización de nuestra
Psiquiatría en el más puro estilo norteamericano, la conclusión es que si nos
sorprendemos por las historias que cuenta Watters sobre el auge de la depresión
en Japón o de la anorexia nerviosa en Hong Kong se debe exclusivamente a que
nosotros ya estamos colonizados.
@pitiklinov en Twitter
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