viernes, 9 de septiembre de 2016

La influencia del divorcio en los hijos


Psicólogo: deberías ser amable con Johnny. Procede de un hogar roto.
Maestro: no me sorprende. Johnny puede romper cualquier hogar
- viejo chiste

Voy a cerrar mi comentario de las ideas de Judith Rich Harris contenidas en su libro The Nurture Assumption con su visión del divorcio. Existe una concepción bastante extendida que ofrece una panorámica muy negativa de las consecuencias del divorcio para los hijos y que encuentra una tasa elevada de trastornos emocionales en los niños. Por ejemplo, la que ofrece la psicóloga Judith Wallerstein. Para Harris los libros de Wallerstein son totalmente inútiles como ciencia porque todas las familias que ella estudió habían buscado terapia y todas se estaban divorciando, las que se divorciaban y les iba bien no iban a pedirla consejo. No había grupo control con el que comparar  esos casos y no había filtros para los sesgos de los profesionales. Un estudio realizado un poco antes de que Wallerstein publicara su primer libro ilustra este tipo de sesgos. En el estudio los investigadores ponían un video de un niño de 8 años a unos maestros y les decían que los padres del niño se habían divorciado. La mayoría consideró al niño peor ajustado que otros maestros que vieron el video y se les dijo que el niño provenía de una familia intacta.

Un estudio británico mejor realizado estudió una masiva muestra de niños nacidos en la misma semana del año 1958 y se les pidió rellenar un cuestionario cuando tenían 23 años de edad. Las preguntas eran del tipo de si se sentían miserables o deprimidos, si se preocupaban excesivamente por su salud, si sentían miedos sin ninguna razón, etc. El divorcio de los padres aumentaba algo la posibilidad de pasar un arbitrario punto de corte pero no mucho: 11% de los hijos de padres divorciados lo pasaba frente a 8% de los no divorciados. La diferencia en el número medio de “sís” a estas preguntas fue de solo medio ítem.

En la entrada anterior veíamos que en un mismo barrio la presencia o ausencia de padre no marcaba una gran diferencia en la evolución de los niños y que el descenso del nivel de ingresos y la movilidad explicaban gran parte del efecto. Pero hay otra explicación de la que no hemos hablado y vamos a ver ahora. Los estudios más modernos sobre los efectos del divorcio o la ausencia de padre controlan para factores que pueden inducir a confusión, como el nivel socioeconómico o la raza, pero hay una cosa que no suelen controlar y es la herencia. Los padres proveen a sus hijos de unos genes y de un ambiente y es difícil separar los efectos de ambas cosas a no ser que hagamos estudios de genética de conducta con hijos adoptados y pares de gemelos.

Estos estudios se han llevado a cabo y, como decíamos en la entrada sobre el libro de Harris, los resultados se replican de forma consistente: la herencia explica la mitad de la variación entre los individuos que participan en estos estudios y la otra mitad no puede ser atribuida a ninguna influencia ambiental que sea compartida por dos niños que crecen en el mismo hogar. El ambiente compartido por los niños no afecta a lo que serán de adultos. Ya sé que es contraintuitivo pero es lo que se encuentra. Dentro de las poblaciones que se han estudiado ha habido familias rotas por el divorcio de muchos tipos, en algunas la madre es la que ha criado los hijos, en otras con un padrastro y en otras con otro tipo de soluciones. No hay evidencia de que eso marque ninguna diferencia. Si la presencia o ausencia de los padres en el hogar (o que los padres discutan o se manden cartas de amor) tuviera alguna influencia duradera en la conducta de los niños debería aparecer en los estudios, pero no aparece.

Si la presencia o ausencia de los padres ha tenido algún efecto duradero en los niños ha tenido que ser diferente en cada niño. Esto no apoya mucho la postura de los investigadores que dicen que “los padres necesitan ser informados de la consecuencia para los niños de su decisión de separarse”. ¿Qué consecuencias? Si no puedes decir cuáles son las consecuencias, si un niño se va a hacer más atrevido y otro más tímido  o uno se va a reír más y otro menos, si no hay tendencias generales, ¿de qué vas a informar a los padres?

En muchos estudios que luego se airean en la prensa se habla de las consecuencias del divorcio todo el tiempo. Pero las consecuencias, o diferencias, aparecen sólo cuando los investigadores no controlan para la herencia. Padres cordiales y competentes tienden a tener hijos cordiales y competentes y la mayoría de los investigadores da por hecho que ello se debe al ambiente cálido y acogedor que los padres dan a los niños.

El mejor ejemplo de conclusiones erróneas es el propio divorcio. Es bien conocido (y cierto) que los hijos criado en familias que se rompen es más probable que fracasen en sus propios matrimonios. ¿Se debe a los años de conflicto parental que vivieron?¿a la ira sentida desde que se fue papá, etc.? Existen estudios de gemelos donde se ve de nuevo que la mitad de la variación en el riesgo de divorcio se debe  a los genes compartidos con los gemelos o los padres. La otra mitad se debe a causas ambientales pero nada de esa variación debida al ambiente se puede achacar a la casa en la que los gemelos fueron criados. Las experiencias compartidas a la misma edad (son gemelos), sea de armonía o conflicto parental, de separación o unión de los padres, no tienen un efecto detectable.

La herencia y no las experiencia infantiles en el hogar es lo que hace a los hijos de padres divorciados más propensos a fracasar en sus propios matrimonios. Pero eso no quiere decir que haya que buscar en los cromosomas un gen del divorcio. Más bien lo que hay es un conjunto de características de personalidad, cada una de ellas influida por muchos genes y moldeada por el ambiente, que en conjunto hacen que aumenten las probabilidades de que una persona fracase en su matrimonio. Rasgos que hacen que sea más difícil convivir con esa persona, agresividad, insensibilidad a los sentimientos de los demás, impulsividad, etc. Esos rasgos sabemos que son heredables.

A veces, los hijos de padres que luego se divorcian empiezan a tener problemas de conducta antes de la separación. Este dato se ha usado para explicar que no es el divorcio en sí mismo lo que causa los problemas de los niños sino el conflicto familiar que lo precede. Pero el hallazgo de que padres con tendencia al conflicto tienden a tener hijos conflictivos puede ser debido a los genes y no al ambiente que comparten. Por ejemplo, un estudio de la Universidad de Georgia descubrió que lo que predecía los trastornos de conducta en los hijos no era el divorcio de los padres sino la personalidad paterna: los padres con trastorno antisocial de la personalidad era más probable que tuvieran hijos con trastornos de conducta. Es difícil convivir con personas con trastornos de personalidad y es más probable que estas personas se divorcien. Es más probable, por las mismas razones, que tengan hijos difíciles y es posible un efecto del niño hacia los padres, es decir, que un niño difícil suponga un estrés y una tensión para el matrimonio.

Por supuesto, la mayoría de la gente que se divorcia no tiene serios problemas de personalidad y la mayoría de los hijos cuyos padres se divorcian no tienen problemas de conducta. A la mayoría les va bien como encuentra el estudio británico que hemos comentado. Entonces, ¿por qué hay muchos psicólogos clínicos que están seguros de que el divorcio es malo para los hijos? La explicación es probablemente la que da el psicólogo social David G. Myers: que el divorcio es malo para los hijos pero no por las razones que normalmente dan los psicólogos.

El divorcio es malo para los hijos por varias razones: 1) se asocia a un problema económico y el estatus financiero va a determinar el barrio donde se vive, el colegio, etc. 2) con frecuencia se cambian de residencia y hablábamos también en la entrada anterior de los problema que esto supone 3) aumenta el riesgo de que sufran abuso físico, los niños que viven con padrastros tienen más riesgo de abuso que los que viven con los padres biológicos 4) es malo para ellos porque trastorna sus relaciones personales (la socialización que según Harris realiza el grupo).

Cuando la vida en casa se trastorna la conducta de los niños en casa se trastorna y las emociones asociadas a la vida en el hogar. Esto es lo que los investigadores ven porque suelen observar o entrevistar a los niños en casa o en la consulta con sus padres. Pero si quieren saber cómo afecta el divorcio a la vida fuera del hogar tienen que buscar datos de fuera de casa y a ser posible de observadores no sesgados (como decíamos al principio los maestros pueden estar sesgados por la información de que los padres del niño se han divorciado y ver cosas que no están ahí). Lo ideal serían observadores que no conocen la situación familiar del niño. Lo que los investigadores encontrarían en estas condiciones sería que el divorcio paterno no tiene una influencia duradera en la forma en que los niños se comportan fuera del hogar ni tampoco un efecto duradero en sus personalidades.

@pitiklinov

PS- Para ver una crítica a la postura de Judith Rich Harris ver este artículo de Scott Alexander en el Slate Star Codex (gracias a @SilverVVulpes)
Pero pese a lo que dice Scott los últimos estudios siguen observando que el efecto del orden de nacimiento sobre la inteligencia y la personalidad es despreciable 










martes, 6 de septiembre de 2016

¿Cómo influye la ausencia de padre?

Volvemos en esta entrada al libro de Judith Rich Harris The Nurture Assumption para tratar la visión que ella nos da del tema de la ausencia del padre. Es conocido que en sociedades de cazadores-recolectores los hijos que pierden a sus padres tienen 10 veces más riesgo de fallecer que otros niños y que esa ausencia puede suponer una vida de menor estatus y menor calidad de vida. Pero, ¿qué ocurre en las sociedades desarrolladas? ¿les va a mejor a los hijos con padre que a los hijos sin padre? Y si es así, ¿es porque tienen un padre?

La mayoría de la gente piensa que es así. Por ejemplo en el libro Growing Up with a Single Parent los sociólogos Sara McLanahan y Gary Sandefur afirman ya desde la página 1:

“Los niños que crecen en un hogar con un solo padre biológico están peor de media que niños que crecen en hogares con ambos padres biológicos, independientemente de la raza y el nivel educativo”.

¿En qué se dice que les va peor a los niños? Pues se suelen citar tres indicadores: que abandonan más los estudios, que es más probable que sean unos vagos o “ninis” (ni estudiar ni trabajar) y que las chicas tienen más riesgo de quedar embarazadas siendo adolescentes. Los autores llegan a concluir que se debe informar a los padres de la consecuencias para los niños de tomar la decisión de vivir separados.

Pero los datos y las tablas del propio libro de McLanahan y Sandefur contienen hallazgos curiosos, un montón de cosas que todos pensamos que serían importantes y resulta que aparentemente no lo son. Por ejemplo, la presencia de un padrastro en el hogar no mejora las cosas para los niños, ni tampoco el contacto con el padre biológico fuera del hogar: estudios con muestras representativas a nivel nacional indican que el contacto frecuente con el padre no tiene beneficios detectables en los niños. Tampoco la presencia de un familiar biológico en casa; es decir, la presencia de la abuela en casa tampoco sirve de nada. En hogares donde vive la abuela a los niños no se les deja solos más tiempo que en casas con dos padres biológicos pero eso no impide que abandonen más la escuela y las chicas se queden embarazadas. En casas con padrastros los niños están tan vigilados probablemente como en casas con los dos padres biológicos y se les controla los deberes del colegio igual, etc. Pero, de nuevo, dejan el colegio y se embarazan. Tampoco influye el número de años que el niño pasa en una familia uniparental: los niños cuyo padre está en casa hasta el inicio de la adolescencia no evolucionan mejor que los niños cuyos padres se van de casa en la infancia o estando en el feto de la madre.

Los niños que evolucionan mejor -dentro de los que no tienen padre-, y es también curioso, son los niños huérfanos. Los niños que se crían con madres viudas evolucionan mejor que los que crecen en cualquier otra familia monoparental. De hecho, evolucionan tan bien como los que crecen con los dos padres biológicos. Y los investigadores no saben cómo explicar la diferencia entre padres ausentes y padres muertos. ¿Las viudas tienen una economía mejor que otras madres? ¿Es menos estresante la muerte de un padre que un divorcio? Entre las causas de la muerte de un padre pueden estar tumores, homicidios, suicidios, etc. y ninguna de esas cosas parece poco estresante. 

Así que vemos que los datos que manejan estos autores no encajan del todo con su hipótesis y, además son correlacionales, lo que nos dicen es que ciertas cosas tienden a ocurrir de forma conjunta con otras cosas. Por ejemplo, hay estudios que encuentran que las personas que comen broccoli  son más ricas que las que no. Pero sería equivocado asumir que si empiezas a comer broccoli van a aumentar tus ingresos o que si te toca la lotería vas a desarrollar una afición por el broccoli. Que la hija de una pareja casada es más probable, de media, que acabe los estudios y no se quede embarazada en la adolescencia es una correlación. Concluir de ahí que si sus padres se separan va a dejar la escuela y se va a embarazar es lo mismo que concluir que si dejas de comer broccoli te vas a arruinar. 

Cuando el padre biológico de unos niños está vivo pero no vive con sus hijos tenemos una situación que se asocia estadísticamente con resultados desfavorables para los hijos. Pero Harris nos propone que hay otras maneras de explicar estos malos resultados sin hacer referencia a las experiencias en el hogar de estos niños ni a la calidad de la crianza parental que reciben.

Para empezar, más de la mitad de los hogares encabezados por la madre están por debajo del nivel de la pobreza (Harris habla de USA). El divorcio conduce a un declive en el nivel de vida de la familia, de la madre y los hijos bajo su custodia (esto creo que ocurre en todas partes). La pérdida de ingresos afecta a los niños de múltiples maneras. Por un lado disminuye su estatus frente a sus compañeros (nada de ropa de marcas, ni dermatólogos, ni ortodoncistas…). El dinero juega también un papel en si van poder ir a la universidad y el hecho de ver que no lo van a poder hacer puede influir en que dejen el instituto y los estudios precozmente. Pero lo más importante que el dinero puede hacer por los niños es determinar el barrio en el que van a vivir y la escuela a que van a ir. Las madres con pocos ingresos acaban en barrios con altas tasas de desempleo, fracaso escolar, embarazos de adolescentes y delincuencia.

¿Por qué tantos niños de estos barrios pobres dejan los estudios se embarazan y delinquen? ¿Es porque no tienen padres? La respuesta es que no. Investigadores han recogido datos de 254 chicos afroamericanos de una ciudad americana y han comparado a los chicos con padre con los chicos sin padre. Los investigadores concluyen:

“los chicos adolescentes de la muestra que vivía con la madre en un hogar monoparental  no diferían de ninguna manera de los jóvenes viviendo en otras constelaciones familiares en su consumo de alcohol y drogas, en abandono escolar y en estrés psicológico”.

En un barrio desfavorecido los niños que viven con sus dos padres no están mejor que los que viven sólo con uno. Los mayores ingresos de una familia que incluye al padre hacen más probable que vivan en un barrio de clase media con normas de clase media. 

Pero, ¿por qué los mayores ingresos de una familia con un padrastro no ayudan a los niños que se crían en ellas? La explicación puede ser los cambios de domicilio que son duros para los niños. Los niños que han cambiado mucho de domicilio (tengan o no padre) es más probable que sean rechazados por sus iguales y tienen más problemas de conducta y académicos que los que no se han movido. Los propios McLanahan y Sandefur encuentran que los cambios de residencia explican la mitad del riesgo abandono escolar, embarazos adolescentes e indolencia. Juntando esto al descenso de ingresos podemos explicar prácticamente toda la diferencia entre niños con padres y niños sin ellos.

Ambas desventajas se pueden explicar por cosas que ocurren fuera del hogar. Los cambios de domicilio afectan al estatus del niño y a su socialización porque es difícil adaptarse a las normas cuando las normas del grupo están cambiando continuamente. El nivel de ingresos va a determinar el tipo de barrio en el que va a vivir y el tipo de normas que el grupo del niño va a tener. Demasiados traslados y bajos ingresos aumentan el riesgo de dejar la escuela y embarazarse.

Pero dejar la escuela y quedarse embarazada son cosas que ya sabíamos que son influenciables por el grupo así que para convenceros de que el problema no está en el hogar Harris tendría que hablar de otro tema: el divorcio. De los efectos que el divorcio supuestamente tiene en las personalidades de los niños, en su salud psicológica y en la estabilidad de su propios matrimonios. ¿Conlleva el divorcio un montón de cosas terribles para los hijos? Lo veremos en una próxima entrada.

@pitiklinov








domingo, 4 de septiembre de 2016

¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?

Colaboración de Juan Medrano

En su último libro, Frans de Waal, reconocido y mediático primatólogo holandés asentado en los EEUU, plantea la cuestión provocativa de si tenemos la capacidad para reconocer en los animales una inteligencia que históricamente se ha considerado rasgo distintivo de los seres humanos y que desde una perspectiva de la “cognición evolucionista” que defiende el autor, no puede haber sido algo que brotase de pronto en nuestra especie. En la obra subyace la tensión entre dos conceptos, uno clásico y (antropomorfismo) y otro sin esa solera (antroponegación). El concepto de antropomorfismo se deba al filósofo griego Jenófanes, que en el siglo V AC antes de Cristo criticó a la poesía de Homero porque describía a los dioses como si tuvieran aspecto humano. En nuestros días, el significado asociado a esta palabra es más amplio, y suele emplearse para criticar, cuando no caricaturizar, la atribución de rasgos y experiencias de los humanos a otras especies. Para ser exquisitos y no caer en el antropomorfismo, se llega a expresar como separadas de lo que hacemos los humanos algunas conductas animales perfectamente parangonables a las que exhibe nuestra especie. Los animales, así no practican el sexo, sino un que muestran un comportamiento reproductivo; tampoco tienen amigos, sino que establecen relaciones con compañeros preferidos.

La precaución frente al antopomorfismo no está fuera de lugar. De Waal recoge ejemplos chuscos de hasta dónde puede llevar la tendencia a “reconocer” en comportamientos animales algunos rasgos de nuestra especie. Pero esa precaución es excesiva, y cae en lo que el primatólogo holandés denomina “antroponegación” o rechazo de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros. Esta tendencia entraña que preocupados por remarcar que los animales no son personas, hemos olvidado de que las personas también son animales. La obra de De Waal, como él mismo recuerda a lo largo de este libro, está llena de ejemplos de conductas en primates que suponen la existencia en otras especies de empatía o de planificación, que se amplían en ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? a otras especies, tan dispares como córvidos (que parecen los listos de la clase entre las aves), moluscos (calamares, pulpos) y peces.

La cognición de toda especie animal está adaptada a sus necesidades, a su nicho, a su medio ambiente, al igual que su coloración externa, sus garras o los picos pinzonianos que fueron tan reveladores para Darwin. Y en esa adaptación tienen sentido capacidades neuropsicológicas que hemos creído privativas del ser humano: la planificación, el engaño, la comunicación, la “inteligencia social”, el uso de herramientas y su diseño o construcción rudimentarios. Incluso los animales muestran una capacidad inhibitoria de conductas expresada en la tolerancia a los cachorros, en la búsqueda del momento oportuno para el ataque o en un free won’t que permite a los chimpancés retrasar la gratificación inmediata porque puede depararles una recompensa futura mayor.

La dificultad para reconocer inteligencia en otras especies nos impide darnos cuenta de que toda capacidad cognitiva presente en el ser humano resulta ser más vieja y estar más extendida en las demás especies que lo que hubiéramos pensado, y tiene, aparentemente, una doble base. De Waal remite en lo filosófico e ideológico a Aristóteles y a la scala naturae vertical en que ordenó a las criaturas vivas, desde los seres humanos en su pináculo (como los más próximos a los dioses) hasta los moluscos, pasando por los demás mamíferos, las aves, los peces y los insectos. Los humanos hemos pasado milenios investigando y comparando conductas, pero con objetivo constante de mantener intacta la escala de Aristóteles, con los humanos ocupando la cima. Y para ello (o tal vez por ello) hemos valorado a otras especies con arreglo a nuestros criterios, en una peculiar forma de miopía metodológica que constituye el segundo factor explicativo de nuestro error antroponegador glosado en el título del libro. La investigación con animales está llena de fallos en su planificación y metodología; especialmente llamativo resulta que en el intento de ver si los elefantes reconocían su propia imagen se les colocase frente a espejos que no recogían todo su cuerpo desde la perspectiva de sus ojos. La comparación entre reacciones de niños y chimpancés o bonobos infantes se ha realizado sin tener en cuenta que los cachorros de nuestra especie acuden a estas pruebas con el plus que representa reconocer a los investigadores como miembros de su propia especie y contar con la presencia y apoyo de sus progenitores, algo de lo que, obviamente, no se benefician los participantes de otras especies. El estudio de la capacidad lingüística de otras especies parte de las características de nuestro lenguaje, por lo que no se aprecia el valor de sonidos, gestos o conductas con significado dentro de otras especies o, incluso, se ha tardado en reconocer que los delfines son capaces de “llamarse” con señales específicas para cada individuo (es decir, se ponen nombre). Y se pierde de vista que la referencia para cada individuo es la de la especie en cuyo marco nació, y que existe un fenómeno de vinculación e identificación basado en el aprendizaje observacional, que explica que existan comportamientos compartidos, “culturas” basadas en el conformismo, en querer ser, actuar como y pertenecer al grupo. Esta imitación intraespecie, en especial de los individuos con más prestigio, facilita la conexión, y es reconocible en los humanos, porque, por otra parte, es algo lógico en el marco de una visión gradualista de la evolución de la inteligencia y de la conducta.

Como recuerda De Waal, Hume, en su “Tratado de la Naturaleza Humana”, explicaba: “Por la semejanza de las acciones externas de los animales con las que nosotros realizamos juzgamos que sus acciones internas se asemejan a las nuestras, y el mismo principio de razonamiento llevado un poco más adelante nos hará concluir que, dado que nuestras acciones internas se asemejan entre sí, las causas de las que se derivan deben ser también semejantes. Cuando una hipótesis, pues, se presenta para explicar una actividad mental que es común a los hombres y a los animales, debemos aplicar la misma hipótesis a ambos”. Para el primatólogo holandés, esta reflexión es el punto de arranque ideal de un estudio evolucionista de la cognición, que reconozca que las habilidades cognitivas de cada especie tienen que ver con la forma de su cuerpo, sus necesidades y las que le plantea el medio en que habita. La inteligencia o, mejor, las dimensiones de la inteligencia, son seleccionadas como lo son otros rasgos, y la inteligencia y sus dimensiones tienen elementos comunes y rastreables en diferentes especies, como igualmente son comunes y rastreables otros rasgos externos o internos. Para ello, plantea De Waal, hay que dejar de mantener a la Humanidad como la medida explícita o implícita de todas las cosas (aunque el autor no lo menciona, la cita de que el hombre es la medida de todas las cosas es de un tercer filósofo griego, Protágoras), y evaluar a las restantes especies por lo que son. Al hacerlo, asegura, accederemos a descubrimientos que ni siquiera imaginamos.

Colaboración de Juan Medrano