En su
último libro, Frans de Waal, reconocido y mediático primatólogo holandés
asentado en los EEUU, plantea la cuestión provocativa de si tenemos la
capacidad para reconocer en los animales una inteligencia que históricamente se
ha considerado rasgo distintivo de los seres humanos y que desde una
perspectiva de la “cognición evolucionista” que defiende el autor, no puede
haber sido algo que brotase de pronto en nuestra especie. En la obra subyace la
tensión entre dos conceptos, uno clásico y (antropomorfismo) y otro sin esa
solera (antroponegación). El concepto de antropomorfismo se deba al filósofo
griego Jenófanes, que en el siglo V AC antes de Cristo criticó a la poesía de
Homero porque describía a los dioses como si tuvieran aspecto humano. En nuestros
días, el significado asociado a esta palabra es más amplio, y suele emplearse para
criticar, cuando no caricaturizar, la atribución de rasgos y experiencias de
los humanos a otras especies. Para ser exquisitos y no caer en el
antropomorfismo, se llega a expresar como separadas de lo que hacemos los
humanos algunas conductas animales perfectamente parangonables a las que exhibe
nuestra especie. Los animales, así no practican el sexo, sino un que muestran
un comportamiento reproductivo; tampoco tienen amigos, sino que establecen
relaciones con compañeros preferidos.
La
precaución frente al antopomorfismo no está fuera de lugar. De Waal recoge
ejemplos chuscos de hasta dónde puede llevar la tendencia a “reconocer” en
comportamientos animales algunos rasgos de nuestra especie. Pero esa precaución
es excesiva, y cae en lo que el primatólogo holandés denomina “antroponegación”
o rechazo de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros.
Esta tendencia entraña que preocupados por remarcar que los animales no son
personas, hemos olvidado de que las personas también son animales. La obra de
De Waal, como él mismo recuerda a lo largo de este libro, está llena de
ejemplos de conductas en primates que suponen la existencia en otras especies
de empatía o de planificación, que se amplían en ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la
inteligencia de los animales? a otras especies, tan dispares como córvidos (que
parecen los listos de la clase entre las aves), moluscos (calamares, pulpos) y
peces.
La cognición de toda
especie animal está adaptada a sus necesidades, a su nicho, a su medio
ambiente, al igual que su coloración externa, sus garras o los picos
pinzonianos que fueron tan reveladores para Darwin. Y en esa adaptación tienen
sentido capacidades neuropsicológicas que hemos creído privativas del ser humano:
la planificación, el engaño, la comunicación, la “inteligencia social”, el uso
de herramientas y su diseño o construcción rudimentarios. Incluso los animales
muestran una capacidad inhibitoria de conductas expresada en la tolerancia a
los cachorros, en la búsqueda del momento oportuno para el ataque o en un free won’t que permite a los chimpancés
retrasar la gratificación inmediata porque puede depararles una recompensa
futura mayor.
La
dificultad para reconocer inteligencia en otras especies nos impide darnos
cuenta de que toda capacidad cognitiva presente en el ser humano resulta ser
más vieja y estar más extendida en las demás especies que lo que hubiéramos
pensado, y tiene, aparentemente, una doble base. De Waal remite en lo
filosófico e ideológico a Aristóteles y a la scala naturae vertical
en que ordenó a las criaturas vivas, desde los seres humanos en su pináculo (como
los más próximos a los dioses) hasta los moluscos, pasando por los demás
mamíferos, las aves, los peces y los insectos. Los humanos hemos pasado
milenios investigando y comparando conductas, pero con objetivo constante de
mantener intacta la escala de Aristóteles, con los humanos ocupando la cima. Y
para ello (o tal vez por ello) hemos valorado a otras especies con arreglo a
nuestros criterios, en una peculiar forma de miopía metodológica que constituye
el segundo factor explicativo de nuestro error antroponegador glosado en el
título del libro. La investigación con animales está llena de fallos en su
planificación y metodología; especialmente llamativo resulta que en el intento
de ver si los elefantes reconocían su propia imagen se les colocase frente a
espejos que no recogían todo su cuerpo desde la perspectiva de sus ojos. La
comparación entre reacciones de niños y chimpancés o bonobos infantes se ha
realizado sin tener en cuenta que los cachorros de nuestra especie acuden a
estas pruebas con el plus que representa reconocer a los investigadores como
miembros de su propia especie y contar con la presencia y apoyo de sus
progenitores, algo de lo que, obviamente, no se benefician los participantes de
otras especies. El estudio de la capacidad lingüística de otras especies parte
de las características de nuestro lenguaje, por lo que no se aprecia el valor
de sonidos, gestos o conductas con significado dentro de otras especies o,
incluso, se ha tardado en reconocer que los delfines son capaces de “llamarse”
con señales específicas para cada individuo (es decir, se ponen nombre). Y se
pierde de vista que la referencia para cada individuo es la de la especie en
cuyo marco nació, y que existe un fenómeno de vinculación e identificación
basado en el aprendizaje observacional, que explica que existan comportamientos
compartidos, “culturas” basadas en el conformismo, en querer ser, actuar como y
pertenecer al grupo. Esta imitación intraespecie, en especial de los individuos
con más prestigio, facilita la conexión, y es reconocible en los humanos,
porque, por otra parte, es algo lógico en el marco de una visión gradualista de
la evolución de la inteligencia y de la conducta.
Como
recuerda De Waal, Hume, en su “Tratado de la Naturaleza Humana”, explicaba: “Por la semejanza de las acciones externas de
los animales con las que nosotros realizamos juzgamos que sus acciones internas
se asemejan a las nuestras, y el mismo principio de razonamiento llevado un
poco más adelante nos hará concluir que, dado que nuestras acciones internas se
asemejan entre sí, las causas de las que se derivan deben ser también
semejantes. Cuando una hipótesis, pues, se presenta para explicar una actividad
mental que es común a los hombres y a los animales, debemos aplicar la misma
hipótesis a ambos”. Para el primatólogo holandés, esta reflexión es el
punto de arranque ideal de un estudio evolucionista de la cognición, que reconozca
que las habilidades cognitivas de cada especie tienen que ver con la forma de
su cuerpo, sus necesidades y las que le plantea el medio en que habita. La
inteligencia o, mejor, las dimensiones de la inteligencia, son seleccionadas
como lo son otros rasgos, y la inteligencia y sus dimensiones tienen elementos
comunes y rastreables en diferentes especies, como igualmente son comunes y
rastreables otros rasgos externos o internos. Para ello, plantea De Waal, hay
que dejar de mantener a la Humanidad como la medida explícita o implícita de
todas las cosas (aunque el autor no lo menciona, la cita de que el hombre es la
medida de todas las cosas es de un tercer filósofo griego, Protágoras), y
evaluar a las restantes especies por lo que son. Al hacerlo, asegura,
accederemos a descubrimientos que ni siquiera imaginamos.
Colaboración de Juan Medrano
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