En esta entrada voy a comentar un par de artículos que coinciden en plantear algo que en principio suena contraintuitivo. ¿Somos fácilmente influidos por lo que nos dice la gente? ¿Aceptamos los mensajes que nos llegan incluso si son perjudiciales para nosotros? ¿Creemos fácilmente a las figuras de autoridad? Mucha gente, desde filósofos de la antigüedad a psicólogos modernos, cree que la respuesta es sí. Pero, aunque el tema es debatible, según los autores de estos dos artículos, los datos parecen indicar que no es así, que no somos tan crédulos. Conocer la evidencia disponible sobre este tema tiene repercusiones sobre la adopción de determinadas políticas, por ejemplo en Facebook u otros lugares, en relación a la libertad de expresión, como ahora veremos.
El primer artículo es de Gordon Danning, de la organización FIRE, en Quillette. Aunque es un artículo divulgativo está referenciado y bien argumentado. El punto que quiere transmitir es que los discursos que fomentan o incitan al odio no causan directamente el odio y la violencia por cambiar las creencias de la gente. Parece lógico pensarlo así pero si nos paramos a analizarlo no es muy creíble que odiemos a otras personas y las ataquemos simplemente porque hemos sido expuestos a ese discurso. Gordon trata con más detenimiento el papel que jugó la radio en el genocidio de Ruanda, que se ha dicho que fue esencial, y cita artículos y fuentes que refutan el papel directo de la radio sobre las creencias de la gente. Para empezar, el ambiente previo al genocidio no era de armonía y paz ni fue la radio la que creó el odio a partir de la nada. Por otro lado hay estudios (no limitados a Ruanda) que no encuentran relación de la radio con asesinatos. Lo que sí hizo la radio es ayudar a coordinarse a todos los que estaban dispuestos a participar en los asesinatos. Llegó hasta el punto, según parece, de decir a quién matar y dónde. Por ello, los directivos de la cadena fueron condenados, pero por esos actos delictivos concretos y no por un discurso “general de odio”. A pesar de lo que creemos, hay poca evidencia de que la propaganda nos haga cambiar de ideas. Lo que sabemos es que es efectiva con los que ya están convencidos pero que puede ser contraproducente incluso con los rebeldes a la ideología que difunde esa propaganda. De esto hablaremos luego.
Pero Gordon reconoce que la investigación indica que hay una importante diferencia entre el discurso del odio del gobierno o de las élites y el discurso del odio de un particular. El discurso del odio “oficial” sí es muy peligroso porque legitima el recurso a la violencia, hace pensar a la gente que si actúan con violencia no va a pasar nada porque el gobierno lo apoya. También intimida y atemoriza a los que piensan diferente y puede conseguir su silencio evitando que reaccionen. También genera lo que se llama la falacia del consenso, la creencia de que nuestras opiniones y creencias son las apoyadas por la mayoría. Este discurso sí es peligroso. Pero, según Gordon, no hay datos de que el discurso de un ciudadano particular sea igual de peligroso. Por eso, opina que medidas como que Facebook o Twitter censure la opinión de gente corriente no sirve de nada y puede ser contraproducente, incluso, al hacer pensar a esta gente que son una minoría perseguida y que están por tanto justificados en usar la violencia para ser oídos.
El segundo artículo es un artículo reciente (lo cita Gordon) de alguien al que ya hemos traído a este blog, Hugo Mercier, a propósito de su libro, el Enigma de la Razón, con Dan Sperber. Este es un artículo académico profundo y extenso del que voy a extraer algunas ideas. Lo primero que hace Mercier es demostrar que la creencia general es que somos unos crédulos a los que demagogos y otras personas pueden fácilmente engañar. Empieza por la antigüedad pero dice que esta visión se expande y articula en el siglo XIX con las ideas de Marx y Engels de que “las ideas de las clases dominantes han sido en toda época y lugar las ideas dominantes”. En la Edad Media se supone que los campesinos aceptaron las ideas religiosas y los valores feudales de sus opresores. Tras la revolución industrial, los trabajadores aceptaron los valores capitalistas y burgueses de sus explotadores. La “tesis de la ideología dominante” se ha usado también para explicar la aceptación del sistema de castas de la India. La visión feminista sobre el Patriarcado sigue las mismas premisas. En todos estos casos los grupos subordinados parece que son ingenuos y crédulos y se supone que “interiorizan” valores que no sirven precisamente a sus intereses.
Afinando un poco más, La visión imperante de que somos unos crédulos fácilmente influenciables asume estos presupuestos, o tiene estas tres características:
1- La credulidad está muy extendida, la gente acepta fácilmente mensajes que no tienen fundamento
2- La credulidad se aplica a creencias costosas, es decir, ideas o conductas que tienen un gran coste para el sujeto, como comprar productos caros, actos de rebelión, rituales costosos, etc. No es lo mismo que nos cuenten que hay un planeta más en el sistema solar que no conocíamos y que no sea cierto a cambiar de creencias políticas o religiosas.
3- La credulidad, la aceptación de la ideología que se difunde, se debe a la acción de la fuente que la emite. Es decir, la causa de que cambiemos de creencias son las figuras de autoridad, los líderes religiosos, los medios de comunicación, los demagogos, los programas de TV, las celebridades, etc.
Esta visión y estos presupuestos teóricos son los que combate Mercier. Y empieza por sugerir que debemos dudar de esta visión a poco que apliquemos la lente evolucionista a la misma. Desde un punto evolucionista, que fuéramos tan crédulos e influenciables no tiene lógica. La comunicación entre dos sujetos solo puede ser evolucionistamente estable si beneficia al emisor y al receptor. Si los emisores no se benefician dejarían de emitir y si los receptores no se benefician dejarían de recibir. La credulidad implica costes graves para el receptor, porque acepta una información errónea o engañosa contraria a sus intereses. En la medida en que la comunicación es adaptativa, los humanos no deberían ser crédulos por defecto. Al contrario, deberían discriminar hábilmente entre información perjudicial e información beneficiosa. Los mecanismos que realizan esta función de filtrado de la información para que no nos engañen se han llamado mecanismos de vigilancia epistémica. Y que seamos unos crédulos no es, de entrada, una cualidad de un buen sistema de vigilancia epistémica.
El artículo de Mercier tiene dos partes. En la primera parte revisa toda la evidencia sobre el funcionamiento del sistema de vigilancia epistémica de la que disponemos gracias a estudios de laboratorio. En la segunda parte sale del laboratorio y revisa estudios históricos y de ciencias sociales. Señalo solo algunas cosas.
Un aspecto interesante del sistema de vigilancia epistémico (informativo/conocimiento) es el llamado chequeo de verosimilitud (plausibility checking) en el que merece la pena que nos detengamos un momento. Se tiende a creer que, dado que en general la información que nos transmitimos es principalmente verdad, deberíamos tener un sistema cognitivo que se basara, por defecto, en la confianza. Este mecanismo aceptaría de entrada la información comunicada y luego más tarde se revisaría, si es necesario. Pero no es así como funcionamos y la razón es que un sistema de este tipo sería fácilmente manipulable y sometido a abusos. Dado que la gente se cree todo pues voy a contar mentiras y para cuando se den cuenta yo ya me he beneficiado. Y no funcionamos con ese sistema porque usamos nuestro conocimiento anterior para evaluar el que vamos recibiendo, eso es el chequeo de verosimilitud. Si la información que me comunican no es compatible con mi conocimiento previo (como os puede estar pasando ahora mismo a los que estáis leyendo esto dado que os cuento unas cosas que no son las que habéis oído previamente sobre este asunto) yo voy a rechazar esa información ya de entrada, en tiempo real.
Puede haber cosas sobre las que yo no tengo un conocimiento o unas creencias previas. Si me dicen que en el lenguaje Hopi estrella se dice “monishna” pues probablemente de entrada me lo voy a creer, pero en las cosas importantes de la vida para mí (en las que tengo “skin in the game” que dice Taleb) es muy poco probable que no tenga referencias previas. Así que es muy difícil que tengamos un sesgo de exceso de confianza es temas realmente serios para nosotros. Es totalmente lógico la diferencia entre percepción e información recibida de otra persona. Imaginad que María le dice a Juan que hay un elefante en el jardín. Si Juan ve con sus ojos el elefante (puede haberse escapado de un zoo) lógicamente lo va a creer. Pero si viven en Avila, donde nuestro conocimiento previo dice que no hay elefantes, pues esa comunicación inconsistente con nuestra información acumulada no va a hacer que la revisemos (cosa que sí haría una percepción).
Mercier dedica un espacio a tratar los famosos experimentos de conformidad de Asch o los de obediencia de Milgram. Simplemente señalaré que en los de Asch el sujeto no cambia de creencias sino que se las calla para conformarse y seguir al grupo. En los de Milgram hay análisis donde se ve que cerca de la mitad de los participantes no se creen que el cebo reciba realmente los shocks y solo un 27% creen firmemente al experimentador. Además muchos utilizan técnicas para evitar hacer lo que se les pide. Por último, es crucial que los sujetos del experimento no están sometiéndose a cualquier autoridad sino a la autoridad de la ciencia (el experimento se realizó en la universidad de Yale). Cuando se han repetido estos experimentos fuera de la universidad, en ámbitos menos “científicos”, el sometimiento a la autoridad ha sido menor. Esto quiere decir que tener una especial consideración con la ciencia puede ser racional hasta cierto punto.
Como decía, Mercier revisa datos procedentes de contextos que no son solamente estudios de laboratorio. Los puntos que él defiende son los siguientes:
- La información comunicada influye menos de lo que sugiere nuestra visión de que somos unos crédulos.
- la información comunicada es menos perjudicial de lo que sugiere la hipótesis de la credulidad.
- Cuando realmente la información nos hace cambiar de creencias eso se debe al contenido de la información y no a las fuentes.
Vamos a ver el último punto con más detalle con el ejemplo de los demagogos y su carisma. Se suele atribuir el éxito de los demagogos a su carisma, a las extraordinarias cualidades que tiene una determinada persona que consiguen que arrastre a las masas. La realidad, según Mercier, es que los demagogos no son exitosos porque sean carismáticos sino que se convierten en carismáticos porque tienen éxito, es decir, porque ponen voz a deseos y creencias existentes previamente en la población. Hay ejemplos de muchos líderes que no fueron considerados carismáticos hasta llegar al poder y para llegar al poder tuvieron que adaptar su retórica a los intereses de las audiencias. El mismo Hitler en su ascensión se vio obligado a poner más énfasis en el anticomunismo que en el antisemitismo. Así que los demagogos no deben su éxito a sus cualidades personales sino a los mensajes que proponen.
Y llegamos al anticipado tema de la propaganda. La evidencia que revisa Mercier sugiere que la eficacia de la propaganda es muy limitada. Por ejemplo, la propaganda nazi falló en muchas cosas, como en que la gente aceptara la eutanasia de los discapacitados o en que los alemanes fueran optimistas en cuanto al resultado de la guerra (avanzada la campaña). Pero, además, si no falló más veces es porque se adaptaba el mensaje a la anticipada reacción de la población. El partido comunista con Stalin, por ejemplo, cambió del internacionalismo al patriotismo. Todo esto sugiere que el éxito de la propaganda no se debe a sus métodos (dominio de los medios, repetición, argumentos falaces…) sino en gran medida al encaje de sus mensajes con las creencias preexistentes en la población. La propaganda sí es eficaz , como dice Kershaw, para construir sobre consensos previos, para confirmar o promover valores existentes o para potenciar prejuicios, pero no crearía esas cosas de la nada. Un tema que se ha estudiado es el de las creencias antisemitas en Alemania que evidentemente eran previas a los nazis.
Todo esto es importante a la hora de tomar medidas o enfrentarnos a unas creencias perjudiciales. Si atacamos a la fuente pensando que eso va a solucionar el problema estaremos condenados al fracaso porque lo que deberíamos intentar es atacar el contenido y las creencias extendidas en la población y no a un líder o portavoz de esas creencias. Esto vale igual para LePen, Trump o cualquier líder populista de derechas o de izquierdas. No son ellos el problema sino el caldo de cultivo de creencias en la población del que se alimentan (el problema es cómo podemos intentar ese cambio de creencias si estamos sosteniendo en esta entrada precisamente que la educación y la propaganda son muy poco eficaces :) ).
Para terminar, una pregunta: si la gente no es tan crédula, sobre todo en cosas importantes que tienen un coste para ellos, ¿por qué creemos lo contrario? Una primera explicación tiene que ver con la atribución causal. Cuando vemos que una creencia es propagada por una figura prestigiosa, y mucha gente apoya esa creencia, es natural deducir que la figura causó el apoyo. Como hemos comentado, normalmente es al revés. Una prueba de que la causalidad va en la dirección contraria es que cuando prestigiosas figuras defienden creencias impopulares no consiguen que se difundan e incluso corren el riesgo de convertirse en impopulares (aunque se apoyen en un poderoso aparato de propaganda). Un segundo factor es que creer en la credulidad de la gente es una explicación sencilla para entender por qué nuestros rivales piensan de otra manera. Lo achacamos a que les han lavado el cerebro determinadas fuentes, la prensa que leen o la TV que ven, y a correr. Un tercer mecanismo es que es más visible la aceptación de información que las veces en que no cambiamos de opinión y somos conservadores. Por último, creer en la credulidad de la gente es útil políticamente. Defender que la gente es crédula es un argumento conveniente contra la democracia y contra la libertad de prensa y de expresión, una excusa par ir contra todo ello, como nos recordaba Gordon en el primer artículo que comentábamos.
En fin, un tema con muchos matices y aristas que se presta a un profundo debate. Como en todos los aspectos de la vida, las cosas no son blancas o negras y hay muchos grises. Podemos encontrar ejemplos que contradicen todo lo comentado por Gordon y Mercier pero hay muchos datos históricos que les dan la razón y si reflexionamos sobre nuestra experiencia diaria es evidente que no es fácil conseguir que cualquiera de nosotros cambiemos de opinión. Hemos hablado mucho de ello en este blog. Lo que sí es claramente más fácil es conseguir que la gente tenga miedo y se calle, pero eso es otra cuestión.
@pitiklinov
Referencias: