lunes, 30 de diciembre de 2019

Alcohol: Los que beben

Colaboración de Juan Medrano
Recientemente se ha publicado un libro –Alcohol and Humans. A long and social affair, editado por KH Hockings y R. Dunbar- que es toda una enciclopedia sobre la relación de los humanos con el alcohol, pero a la espera de tener ocasión para leerlo con la atención que merece, un aperitivo interesante es el capítulo que dedica a las bebidas alcohólicas Jonathan Silverstown en su Dinner with Darwin. Food, drink and evolution (2017), del que existe edición en castellano (“Cenando con Darwin”, publicado en Crítica hace escasos meses).
Silverstown, ecologista evolucionista de formación, trabaja en el Instituto de Biología Evolutiva de la Escuela de Ciencias Biológicas de la Universidad de Edimburgo, donde lleva más de cinco años. Su investigación, según su web, gira en torno a la biología de poblaciones de plantas, pero en “Cenando con Darwin” ha sido capaz de resumir en un libro relativamente corto una cantidad impresionante de conocimiento sobre la visión evolucionista de la alimentación del ser humano, con un estilo ameno, y haciendo gala de un talento humorístico nada desdeñable. La escena de la familia Homo reunidos en una mesa para comer cada cual según sus preferencias es algo más que simpática.
Como todos los capítulos del libro, “Wine and Beer – Intoxication” resume en unas pocas hojas una información demasiado amplia para incluirla en una sola entrada, por lo que de la tríada que protagoniza la historia -la materia prima (el producto carbohidratado), el fabricante de etanol (Saccharomyces Cervisae) y el consumidor humano- centraremos el comentario en este último


El libro y su autor
El alcohol, y nos referimos exclusivamente al etanol, es una sustancia psicótropa especial. No interactúa sobre sistemas fisiológicos como otras sustancias influyendo sobre los neurotransmisores (alucinógenos, estimulantes) o replicando directamente los efectos de estos (que se han dado en denominar “endógenos” por esta constatación), como en el caso de los cannabinoides u opioides. El alcohol es puramente un tóxico, pero es un tóxico al que el ser humano ha desarrollado tolerancia. Según explica Silverstown y otros antes que él, la habituación al alcohol es una consecuencia colateral de nuestra alimentación frugívora. La fruta madura está repleta de hongos y levaduras que actúan sobre los azúcares de las plantas y por ello es inevitable que quien come fruta ingiera alguna cantidad de alcohol, lo que quiere decir que para ser abstemio total uno tiene que quitarse de comer fruta o ingerirla solo cuando está muy verde.. Las plantas con frutas aparecieron en el Cretácico (hace entre 125 y 150 millones de años) y antes que los primates otros animales se han alimentado de ellas y han debido desarrollar mecanismos para adaptarse al tóxico. De hecho, la alcohol deshidrogenasa (ADH) humana mutó a su actual forma hace entre 13 y 21 millones de años, a la altura de nuestro último antepasado común con los orangutanes. Pero la enzima está presente en muchas otras especies; entre ellas –no podría ser de otra forma- la mosca de la fruta, lo que refleja que antes de que empezase a haber frutas y, con ellas, alcohol producto de la fermentación de sus azúcares, ya había procesos metabólicos en los que era preciso tratar el alcohol. 

Alcohol deshidrogenasa
La actual ADH –ADH4-  tiene una capacidad para metabolizar el alcohol que multiplica por 40 la de la variante previa. Como se ha indicado, mutó en un periodo concreto que Silverstown relaciona con un clima más seco que hizo que hubiera menos árboles y nuestros antepasados pasaran más tiempo en el suelo que en las ramas. También por ello, la mayor parte de la fruta que pudieran obtener la recogerían del suelo, y estaría más madura y posiblemente pasada y, por tanto, sería más rica en alcohol, lo que supone que se daban condiciones adecuadas para que la nueva mutación fuera seleccionada. Y sin duda contribuyó a esa selección que el alcohol es una fuente de energía excelente; a igualdad de cantidad genera el doble de calorías que los carbohidratos. La presencia de esta enzima más eficiente, en cualquier caso, palidece ante la que debe tener una musaraña del sudeste asiático, la Ptilocercus lowii, que se alimenta del néctar alcohólico de la palmera Eugeissona tristis. Un estudio encontró que este diminuto mamífero consumía y toleraba como si nada cantidades de alcohol que provocarían una notable intoxicación en un humano. 

Ptilocercus lowii haciendo equilibrios con destreza pese haber libado altas cantidades de alcohol
También tienen un aguante especial algunos murciélagos, como se demostró en un estudio de Orbach y colaboradores, que alimentaron a murciélagos salvajes de las especies Artibeus jamaicensis, A. lituratus, A. phaeotis, Carollia sowelli, Glossophaga soricina, and Sturnira lilium con agua azucarada (grupo control) o agua azucarada con etanol añadido, antes de exponerlos a una prueba de vuelo con obstáculos al tiempo que registraban sus llamadas de ecolocalización. Además calcularon la alcoholemia con muestras de saliva (probablemente los probandos no habrían podido soplar adecuadamente en el alcoholímetro), y encontraron concentraciones de hasta 0.3% que no afectaron en modo alguno al vuelo o a la ecolocalización en comparación con el grupo control. La conclusión fue estas especies tienen una tolerancia que es adaptativa a la vista de su dieta. 


Artibeus jamaicensis volando seguro a pesar de la ingesta de etanol
La tolerancia de estas especies al alcohol ha de relacionarse necesariamente con su aprovechamiento. Si la metabolización del etanol por parte, pongamos, de un G. soricina es rápida, eso quiere decir no solo que tolera al tóxico, sino que le saca el máximo rendimiento y volará como un cohete en el pérfido recorrido que le han preparado Orbach y sus malintencionados colaboradores. En definitiva, se tolera el etanol porque se exprime al máximo su capacidad calórica, y viceversa, lo que tiene todo el sentido del mundo en animales frugívoros. 
Ahora bien, más allá que como combustible, ¿existen en el mundo animal otros usos del etanol, no directamente energéticos, al estilo del empleo que hace del tóxico nuestra especie? Existen vídeos de elefantes africanos (Loxodonta africana) aparentemente ebrios tras consumir frutas maduras de la marula (Sclerocarya birrea). Morris y colaboradores, aunque conceden que a los elefantes les atrae el alcohol, dudan que llegan a emborracharse. Haciendo una regla de tres a partir de la fisiología humana, calculan que un elefante de 3.000 kg de peso debería ingerir entre 10 y 27 litros de etanol al 7% (una cerveza potente) en un periodo breve para empezar a mostrar signos de intoxicación. La fruta de la marula puede contener hasta un 3% de etanol, por lo que a un elefante que se alimente de la forma habitual en la especie le costaría mucho llegar a embriagarse. Los autores, en cualquier caso, asumen que queda mucho por saber de la fisiología paquidérmica en relación con el alcohol; si su ADH no es tan eficiente como la humana es posible que cantidades no excesivamente altos de marula procuren curdas elefantásticas. 

Supuesta trompa de elefantes africanos
Decíamos que Morris y colaboradores asumen que los elefantes africanos tienen una inclinación a consumir alcohol. Un trágico incidente lo constató en 2004 en sus primos asiáticos. Un grupo de más de 20 elefantes asaltó en la India un depósito de cerveza de arroz –bebida a la que al parecer son aficionados- y en plena y alborotada intoxicación tiraron una torre de alta tensión, con el resultado de que las trompas de cuatro de ellos entraron en contacto con los cables, lo que supuso su muerte inmediata. También se ha estudiado el patrón de consumo en los macacos Rhesus, observándose que algunos individuos ingerían alcohol hasta llegar a la intoxicación y al malestar físico, o incluso hasta quedar inconscientes. Los individuos que vivían solos eran los que más bebían, y consumían más alfinal del día, como los humanos después de un largo día trabajo.
Pero el ejemplo más palmario es el de los chimpancés (Pan troglodytes verus), que por historia filogenética comparten nuestra eficiente ADH. Según informaron Hockings y colaboradores, los individuos de una zona de Guinea consumen etanol contenido en la savia fermentada de la palmera raffia (Raphia hookeri), donde está presente en concentraciones entre el 3.1% y el 6.9%. Para ello estos primates emplean una hoja como herramienta, al estilo de los utensilios que emplean sus primos de Tanzania para cazar hormigas y que al ser divulgados por Jane Goodall tanto impresionaron al mundo al demostrar que el chimpancé es también habilis. El estudio de Hockings demuestra que es también barensis.

El artículo de Hockings y cols. “Incidentalmente”, que dicen los contaminados por el Spanglish, la primera firmante es precisamente la coautora con Dunbar de “Alcohol and Humans. A long and Social Affair”
La tolerancia humana al alcohol tiene el inconveniente de que permite que nuestro organismo se exponga a un tóxico con efectos perniciosos sobre diferentes órganos. Por tanto, aunque facilitase en su momento una mayor eficiencia energética del consumo de frutas, hoy en día constituye un problema potencial. Salvo para personas que no toleran el alcohol. Una forma de intolerancia es la debida a la mutación de la Aldehído Deshidrogenasa (ALD) que hace que este enzima, necesario para eliminar el acetaldehído en el que convierte la ADH al etanol, sea menos eficiente. Cuando sucede así (y sucede en el 40% de la población de Asia Oriental), se acumula el acetaldehído, lo que tiene efectos desagradables y potencialmente graves. En personas con ALD eficientes, fármacos como el disulfiram producen una inhibición de la enzima, lo que se traduce en el acúmulo de acetaldehído con los resultados fisiológicos que produce el efecto Antabus y que constituye el fundamento del tratamiento con aversivos del alcohol. Pero el disulfiram no aportó nada nuevo, en realidad. En ese inmenso laboratorio que es la Naturaleza encontramos también sustancias naturales con capacidad de bloquear o inhibir la ALD. Son moléculas diseñadas por los más versátiles de los químicos, esto es, las plantas y los hongos, que llevan millones de años probando productos que pasan el filtro de la Selección Natural cuando mejoran la capacidad de supervivencia o de reproducción de la especie. Las moléculas así desarrolladas, si suponen una defensa por ser tóxicas o puros venenos para los depredadores de la planta o del hongo, persistirán en el kit básico de supervivencia de la especie. Así, existen hongos –setas, queremos decir- que utilizan la vía de la inhibición de la ALD como mecanismo defensivo; una de estas sustancias es la coprina, sintetizada por el hongo Coprinus atramentarius. La producción de estos inhibidores de la ALD tiene sentido no porque los animales que se alimentan de estas setas consuman habitualmente morapio, sino porque consumen en mayor o menor medida fruta muy madura. 


Selección de hongos productores de sustancias con acción inhibitoria de la AldD. Los sumilleres informados saben que maridan fatal con cualquier vino, independientemente de su clase, denominación de origen o añada

Pero la intolerancia humana al alcohol puede deberse también, y paradójicamente a la ADH, en concreto a una variante denominada ADH1B, de la que existe una mutación, ADH1B*2 que aparece en el 75% de las personas de China y Japón, siendo el 20% homozigotos; en Europa y África, en cambio, es mucho menos común. Esta mutación de la enzima metaboliza el alcohol 100 veces más rápido que la ADH habitual y lo hace, además a concentraciones bajas de etanol. Por tanto, en las personas que la portan libaciones escasas producirán grandes cantidades de acetaldehído, lo que las hace intolerantes a la ingesta de bebidas (y frutas) alcohólicas. Si además esos individuos en los que se generan grandes cantidades de acetaldehído con ingestas muy reducidas son portadores de la versión “torpe” de la ALD, su intolerancia al etanol es inmensa.

Oriental intolerante al alcohol
Por último, hay que repasar si todos los millones de años de capacidad metabolizadora del alcohol sugieren que la sustancia aporta algún beneficio más allá de su aprovechamiento energético. En los últimos años vienen publicándose supuestas y diversas ventajas de alcohol sobre la salud, al tiempo que desde otras posiciones se reclama que se le identifique como el tóxico que es. Una de las cuestiones que ayudaría a esclarecer la cuestión sería que alguien definiera qué es el consumo moderado y prudente que se nos dice se asocia con resultados favorables, por ejemplo, a nivel cardiovascular. Un estudio reciente de Goldwater y colaboradores en PLoS One añade una cierta confusión al concluir que en comparación con personas que no beben, los consumidores (moderados) de alcohol muestran valores de un indicador fisiológico (carga alostática) que se asocian con mejores resultados en salud. Y no parece una cuestión constitucional, ya que los valores de ese indicador sugestivos de mejor salud solo se dan en consumidores activos, no en controles abstemios o que han son antiguos bebedores que han abandonado el hábito. La cuestión no es sencilla y probablemente sea complicado encontrar un equilibrio científico entre las posturas que preconizan la abstinencia total, teñidas de virtud, y las que puedan ser sospechosas de hedonistas que sugieren que el consumo moderado (sea eso lo que sea) depara algún beneficio. Pero estas pugnas y la contaminación de la búsqueda de la verdad por los prejuicios morales es algo tan consustancial a nuestra especie como la ADH4. Dado que no es esperable que se resuelvan, mejor destinaremos nuestra atención en el futuro a los otros protagonistas de la historia: la materia prima y el fabricante de etanol.

El artículo de Goldwater

Colaboración de Juan Medrano

Fuentes
Hockings KJ, Bryson-Morrison N, Carvalho S, Fujisawa M, Humle T, McGrew T et al. Tools to tipple: ethanol ingestion by wild chimpanzees using leaf-sponges. R. Soc. open sci. 2015; 2: 150150. http://dx.doi.org/10.1098/rsos.150150
Silverstown J. Cenando con Darwin. Tras las huellas de la evolución en nuestros alimentos. Barcelona: Crítica, 2019 

Wiens F, Zitzmann A, Lachance MA, Yegles M, Pragst F, Wurst FM, et al. Chronic intake of fermented floral nectar by wild treeshrews. PNAS 2008; 105: 10426–31; doi10.1073pnas.0801628105

sábado, 28 de diciembre de 2019

El Fin de la Moralidad


La moralidad es una ilusión colectiva de los genes. Necesitamos creer en la moralidad y, por tanto, gracias a nuestra biología, creemos en la moralidad. No hay fundamento “ahí fuera” más allá de la naturaleza humana.
-Michael Ruse


“No existen valores objetivos”…así comienza J.L. Mackie su libro Ethics. Inventing Right and wrong. Esta frase resume una postura filosófica que el propio Mackie llama escepticismo moral y que se ha llamado también Teoría del Error moral (Moral Error Theory) o nihilismo moral. Esta entrada va a describir brevemente el escepticismo moral y los argumentos que da Mackie a su favor así como dejar abierta la cuestión de qué podemos hacer si este planteamiento es cierto.

A lo largo de la historia nos hemos ido dando cuenta de que hemos estado equivocados acerca de muchas cosas: de que la Tierra era el centro del Universo, de que el cuerpo contenía cuatro humores y que las enfermedades se debían a desajustes de los mismos, etc. ¿Y si estamos equivocados acerca de la moralidad también? ¿Y si resulta que nada es moralmente bueno o malo? ¿Y si no existe la virtud, el vicio, la responsabilidad moral…? ¿Hemos estado equivocados y resulta que no existen valores morales? Esta mera idea puede parecer a muchos una locura, una idea peligrosa o, incluso, moralmente mala.

Muchos filósofos y pensadores han sospechado que la moralidad es un error, una ficción o una ilusión que nosotros mismos creamos pero muy poca gente se ha sumado a esa forma de pensar. La discusión reciente de este tema la podemos situar en el libro ya citado de 1977, Ética: inventando el bien y el mal, de John Mackie donde él critica la creencia generalmente admitida, el realismo moral, que dice que la moralidad es real, que es algo que descubrimos y no algo que inventamos. Podemos hacer una comparación con el ateísmo para entenderlo mejor. Igual que un ateo afirma que las creencias de los creyentes acerca de la existencia de Dios son un error, los escépticos morales (o teóricos del error moral) afirman que las creencias de los realistas morales acerca de la existencia objetiva de reglas morales, prohibiciones, virtudes, vicios, valores, derechos y deberes son también un error y que estamos hablando de cosas que no existen.

Mackie da dos argumentos principales para defender su posición: el argumento de la relatividad y el argumento de la rareza (queerness):

1-El Argumento de la Relatividad

Es un hecho que existe una gran variación en los puntos de vista morales tanto de una sociedad a otra, como de una época histórica a otra, o, incluso, entre diferentes grupos y clases dentro de una comunidad (y, además, estas diferencias suelen ser intratables). Mackie dice que la mejor explicación de este fenómeno es que los juicios morales “reflejan adherencia y participación en diferentes formas o estilos de vida”. A él le parece mejor explicación que pensar que existen hechos objetivos morales pero que una cultura es superior y tiene acceso a ellos mientras que la cultura inferior (moralmente) no accede a esos valores. Por ejemplo, si dos culturas divergen con respecto a la monogamia, sería lógico pensar que una de ellas disfruta del acceso a unos hechos morales acerca de la monogamia y la otra no? Mackie cree que es más lógico pensar que la monogamia se ha desarrollado en una cultura (por las razones culturales o antropológicas que sean) pero no en la otra y que los respectivos puntos de vista morales de cada cultura son resultado de esa diferente evolución. Si las cosas hubieran sido de otra manera, las normas morales de una cultura habrían sido diferentes. Y, también, cuando cambian los estilos de vida cambian las normas morales. 

Por supuesto, estos argumentos se pueden criticar. Podemos plantear que por debajo de diferencias superficiales a nivel moral existen acuerdos morales a un nivel más profundo y que por ejemplo, prácticamente todas las culturas del miedo estarían de acuerdo en que torturar niños por puro placer está mal moralmente. Ya hemos comentado aquí la teoría de Oliver Scott Curry de que existen 7 normas morales que se cumplen en todas partes:

1- Ama a tu familia
2- Ayuda a tu grupo
3- Devuelve los favores
4- Sé valiente
5- Obedece a la autoridad
6- Sé justo
7- Respeta la propiedad de otros

Pero hay un poderoso argumento, desde mi punto de vista, a favor de la postura de Mackie procedente de la teoría de la evolución que ya hemos tratado en la entrada Darwin y el fin del bien y el mal. La cuestión es que si nuestra naturaleza y nuestra historia filogenética y el estilo de vida de la especie fuera diferente, nuestras creencias morales (incluyendo esas 7 normas que destaca Scott Curry) serían diferentes. Lo mismo que a nosotros nos resultan repelentes las heces pero a las moscas les atrae y es donde ponen sus huevos, lo mismo podría haber ocurrido con la prohibición de matar o con cualquier otra norma moral. Si matar o cualquier cosa que ahora consideramos mala hubiera aumentado el número de descendencia de nuestros ancestros ahora sería considerada buena. El propio Darwin se dio perfecta cuenta de esto y escribió:

“Yo no quiero mantener que cualquier animal estrictamente social, si sus facultades intelectuales llegaran a ser tan activas y elevadas como las del hombre, adquiriría el mismo sentido moral que nosotros. De la misma manera que diversos animales tienen su propio sentido de la belleza, aunque admiran objetos muy diferentes, así tendrían un sentido del bien y el mal, pero les llevaría a tomar diferentes líneas de conducta. Si, por ejemplo, para tomar un caso extremo, los seres humanos fueran criados en las mismas condiciones que las abejas, no habría duda de que nuestras mujeres solteras, al igual que las abejas obreras, creerían que es un deber sagrado matar a sus hermanos y las madres intentarían matar a sus hijas fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir. No obstante, la abeja, o cualquier otro animal social, ganaría en este supuesto caso, tal como me parece a mí, un sentimiento del bien y el mal, o una conciencia.”

Fue tomar conciencia de esto lo que no dejaba dormir a Randolph Nesse:

“El descubrimiento de que las tendencias para el altruismo están modeladas por nuestros genes es uno de los hechos más perturbadores de la historia de la ciencia. Cuando lo comprendí por primera vez dormí muy mal durante muchas noches intentando encontrar alguna alternativa que no supusiera un desafío tan grave para mi sentido del bien y el mal. Entender este descubrimiento puede minar nuestro compromiso con la moralidad -parece tonto controlarse uno mismo si la conducta moral es solamente una estrategia más para promover los intereses de nuestros genes.”

Estos argumentos evolucionistas se llaman Argumentos Refutadores Evolucionistas (Evolutionary Debunking Arguments) y podéis profundizar en ellos, por ejemplo aquí. Los defensores de este punto de vista (entre los que me encuentro) sostienen que la capacidad de hacer juicios morales es una capacidad adquirida evolutivamente, una adaptación. Según ellos, la evolución biológica  no está dirigida a formar procesos generadores de creencias que son fiables en el sentido de que sean creencias acordes con una realidad moral exterior, sino procesos formadores de creencias que sean adaptativas, esto es, que favorecen la reproducción de los genes, como dice Russe en la cita de cabecera. 

2-El Argumento de la Rareza

Este argumento me resulta más difícil de entender y, por lo tanto, de explicar. Tiene dos partes, una metafísica y otra epistemológica. La metafísica sería que si de verdad existieran valores objetivos, entonces existirían en el mundo entidades, cualidades o relaciones de un tipo muy raro, totalmente diferentes a cualquier otra cosa que existe en el universo. La segunda parte es que para ser conocedores de esas entidades o relaciones deberíamos tener una facultad especial de percepción moral o intuición totalmente diferente de  nuestras formas de conocer cualquier otra cosa. Abundando en ello, Mackie explica que para que existieran propiedades morales deberían existir “prescripciones objetivas” y son estas prescripciones objetivas (independientes de nuestro deseo o voluntad) que nos obligarían a actuar de una manera lo que encuentra extraño. Es decir, habría ahí fuera obligaciones que simplemente están ahi, en la naturaleza de las cosas: hechos que requerirían ciertos cursos de acción, ciertas conductas. 

Que existieran valores objetivos morales querría decir que el universo requiere ciertas cosas de nosotros, de una forma prescriptiva. Y esto es lo que Mackie encuentra extraño. Para él, la única manera en que esto sería posible es que existiera Dios, que un universo impersonal haga demandas de nosotros es raro pero no lo sería que lo hiciera Dios. Cuesta dar sentido a una demanda sin que exista un “demandador”. Sería raro que el mundo o la naturaleza humana esté diseñada para ser de una manera y no de otra, que exista una manera correcta de ser las cosas, pero no tendría nada de raro si existiera Dios. Por tanto, para Mackie, sólo hay dos opciones: o rechazar el realismo moral o creer en Dios.

Bien, hasta aquí la primera parte, exponer las ideas de Mackie y en qué consiste el escepticismo moral. Nos quedaría una segunda parte. Suponiendo que esto sea verdad ¿qué hacemos ahora? Bueno, pues a los que os interese el tema os recomiendo este libro reciente: The End of Morality, editado por Richard Garner y Richard Joyce donde se recopilan 12 ensayos de diferentes autores que tratan de dar respuesta a esta pregunta. El libro parte exactamente desde este punto en el que yo voy a finalizar la entrada: si aceptamos la Teoría del Error Moral, ¿qué se supone que debemos hacer? Os adelanto que básicamente hay tres posturas: 
-abolicionismo: si es falso, fuera, deshagámonos de juicios, lenguaje y valores morales
-ficcionalismo: la moral es útil así que vamos a seguir creyendo en ella aunque sea mentira
-conservacionismo: hay que seguir creyendo, fingir que creemos no es suficiente para mantener los beneficios de la moralidad.


@pitiklinov


Referencias:

Ethics: Inventing Right and Wrong. JL Mackie Penguin Books 1977

The End of Morality Richard Garner y Richard Joyce editores. Routledge 2019



Luke Taylor. What’s so queer about morality (2019) The Journal of Ethics https://doi.org/10.1007/s10892-019-09307-0



domingo, 15 de diciembre de 2019

Máquinas darwinianas y la naturaleza del conocimiento


Todos los animales que pueden aprender y pensar nacen conociendo qué es aquello acerca de lo que tiene que aprender y pensar
-H. Plotkin
Cuando llegamos a conocer algo hemos realizado un acto que es tan biológico como digerir algo.
-H. Plotkin

Esta entrada es una reseña del libro Darwin Machines and the Nature of Knowledge, de Henry Plotkin. Se trata de un libro ya añoso (1993) y en él Plotkin utiliza la teoría de la evolución para entender el conocimiento: si podemos conocer, qué podemos conocer, cómo podemos estar seguros de lo que conocemos, etc., es decir, se aplica en una suerte de Epistemología Evolucionista, una teoría del conocimiento con raíces en el darwinismo (el término Epistemología Evolucionista lo acuñó Donald T. Campbell en 1974 y se refiere al estudio biológico del conocimiento). Aunque Plotkin es psicólogo, y dado que el estudio del conocimiento ha sido una materia de los filósofos, el libro tiene un tono filosófico muy marcado, está bien escrito pero mucho pasajes tienen su dificultad y requieren una elevada concentración. No es del todo fácil de seguir.

El primer capítulo trata del problema del conocimiento y de su definición. Para Plotkin, conocimiento es un estado mental que guarda una relación específica con alguna característica del mundo. Conocer es conocer acerca de algo así que debe haber ahí fuera en el mundo algo que es independiente de nuestro conocimiento. Todo conocimiento es una relación entre el que conoce y lo conocido. De entrada, descartaríamos el solipsismo y con la teoría evolucionista en la mano tendríamos que aceptar que hay un mundo ahí fuera. Otra cosa es que ese mundo sea tal y como nosotros lo percibimos ya que otras criaturas pueden percibirlo de forma diferente a nosotros pero no estamos todos delirando una realidad exterior. Los filósofos suelen definir conocimiento como la creencia verdadera justificada.

Para conocer y para aprender, un elemento esencial es la memoria y la memoria debe ser algún estado cerebral duradero que llene la brecha temporal entre el momento en que suceden unos eventos y el futuro uso que podamos hacer de un conocimiento acerca de ellos. Así que, para Plotkin, conocimiento es una relación entre la organización de alguna parte del cuerpo de una criatura viva y aspectos particulares de orden en el mundo exterior a esa criatura. Esto lo dice considerando conocimiento en un sentido amplio, como vamos a ver enseguida pero también si nos referimos al típico conocimiento humano acerca de algo. Si yo sé quién es el primer ministro británico o quién ganó la Copa del Mundo de fútbol en cierto año, tiene que existir un estado neural determinado en mi cerebro por un lado y un país llamado Inglaterra que tiene un primer ministro, o un campeonato del mundo de fútbol, por el otro.

Adaptaciones

Antes de continuar debemos hablar del concepto de adaptación porque es central en la teoría que se propone en este libro. Una adaptación es un rasgo físico o conductual que ha evolucionado por selección natural porque aumenta el éxito reproductivo del organismo que la porta (son precisamente esas características de plantas y animales que nos asombran y deleitan y nos hacen pensar en la sabiduría de la naturaleza). Una adaptación es alguna forma de organización del fenotipo relativa a alguna característica del orden ambiental. Pues bien, para Plotkin toda adaptación es una forma de conocimiento y la evolución en sí misma es el proceso por el que se consigue ese conocimiento. Cuando observamos el mundo vemos una armonía entre la organización y estructura de los animales y las plantas y el mundo en el que viven. Este encaje o correspondencia entre las criaturas vivas y su entorno es resultado de que, de alguna manera, los seres vivos han incorporado dentro de sí mismos aspectos de ese mundo con el que encajan. Las adaptaciones son en sí mismas conocimiento, son en sí mismas formas de “incorporación” del mundo dentro de la estructura y organización de los seres vivos. Las adaptaciones son conocimiento biológico y el conocimiento al que nos referimos habitualmente- el conocimiento cognitivo consciente de una criatura como el ser humano- es un caso particular de conocimiento biológico. Dice Plotkin: cuando llegamos a conocer algo hemos realizado un acto que es tan biológico como digerir algo.

La estructura con la que un cactus conserva el agua es una forma de conocimiento acerca de la escasez de agua en el mundo en el que vive el cactus. El largo pico del ruiseñor es una manifestación del conocimiento de la estructura de las flores de las que el pájaro extrae el néctar. Así que, en cierto sentido, podemos decir que el cactus o el ruiseñor tienen -o incluso son- conocimiento acerca del mundo. Decir esto puede parecer forzar mucho el concepto de conocimiento pero lo que Plotkin quiere señalar es que el conocimiento es una compleja relación entre genes y presiones selectivas del pasado, entre vías de desarrollo y las condiciones en que este desarrollo ocurre, entre la organización de un fenotipo y determinadas características y un orden en su ambiente. La vida tiene conocimiento del mundo: la experiencia del mundo moldea la forma y la función de los seres vivos por medio de mecanismo genéticos y de desarrollo. Las criaturas vienen al mundo con un “conocimiento innato”, un conocimiento no intelectual sino empírico. Un pez llega al océano con aletas y branquias porque “espera” o “sabe” que va a encontrar un mundo donde las va a necesitar, sus genes acumulan un conocimiento que viene del pasado y que ha demostrado que funciona para vivir en el mundo al que va a incorporarse.

Vamos a descomprimir y relajarnos un poco porque nos hemos metido bruscamente en aguas profundas. Decíamos que en el primer capítulo trataba el problema del conocimiento. En el segundo capítulo, Plotkin hace un resumen de la teoría evolucionista y explica el concepto de adaptación que ya he tratado (se mueve siempre dentro de un esquema neo-darwinista). El tercer capítulo lo dedica al concepto de darwinismo universal, hecho famoso por Richard Dawkins. La evolución es un proceso caracterizado por dos aspectos: variación y selección. Los seres vivos generan unas variaciones en su fenotipo por medio de mutaciones genéticas y luego el ambiente selecciona aquellas que dan lugar a un mayor éxito reproductivo. Pero fue Lewontin el que definió las tres características básicas para que exista evolución: variación, herencia y diferente éxito reproductivo. Si tenemos variedad en un rasgo, si ese rasgo es por lo menos parcialmente heredable y si ese rasgo da lugar a un mayor o menor éxito reproductor, entonces la selección natural se activará y eliminará las variedades que tiene menos éxito, las que dan lugar a menos descendencia y se extenderán las variedades que dejan más descendencia.

Pero entonces siempre que se den estas tres condiciones (variación, herencia y diferente éxito reproductor) se dan las condiciones para la aparición de un proceso de selección y esto no tiene por qué limitarse a los individuos de una especie. Este proceso darwiniano podría aplicarse a moléculas, grupos, especies o incluso a procesos no biológicos como los virus informáticos. Mucha gente ha señalado que el lenguaje, por ejemplo, sigue un proceso evolutivo similar al de los seres vivos, existe variación herencia y diferente éxito en el sentido de ser más menos utilizada una palabra o una expresión que otras y eso va dando lugar a una evolución. El inglés o el español antiguo son diferentes del actual y podemos incluso tratar una filogenia de las lenguas de la misma manera que existen lenguas y especies extintas. El sistema inmune funciona también por un proceso de variación y selección (produce muchos tipos de linfocitos y de anticuerpos y se seleccionan los que encajan con un determinado antígeno) e incluso la tecnología, la ciencia y la cultura siguen un proceso evolutivo. Plotkin utiliza el concepto de darwinismo universal para plantear que el conocimiento intelectual es un proceso también de variación-selección y, por tanto, un proceso darwiniano.

Conducta sin pensamiento

En el capítulo 4, Plotkin pasa a tratar la conducta, el capítulo se titula “Conducta sin Pensamiento”. La conducta es también una adaptación y la conducta evoluciona igual que los rasgos físicos. Los organismos autótrofos, como las plantas, pueden manufacturar los complejos productos de la vida, incluidas las sustancias que sostienen los procesos vitales, a partir de ingredientes inorgánicos. Por ello, pueden estar en un lugar y tomar el dióxido de carbono del aire y otros elementos, como nitrógeno, magnesio y fosfatos, del suelo. Pero los organismos no autótrofos como nosotros mismos y otros animales no podemos hacer eso. Los animales tienen que comer plantas u otros animales que comen plantas y éstos no están tan igualmente distribuidos en el espacio como el aire y la luz. Vamos, que los animales tienen que moverse. Y la necesidad de moverse ha sido una fuerza de selección fundamental para crear un órgano que coordine el movimiento (el sistema nervioso y el cerebro) así como órganos de los sentidos que permitan dirigir mejor el movimiento. El movimiento ha sido la fuerza de selección fundamental en la evolución del aprendizaje y la conducta.

Así que los orígenes de la conducta están en el movimiento. Las conductas van de hacer, no de tener. Plotkin sigue la definición de conducta de Jean Piaget: “toda acción dirigida por los organismos hacia su mundo exterior para cambiar las condiciones del mismo o para cambiar su situación en relación a ese entorno”. Así que la conducta sería acción o movimiento con un objetivo. Por ejemplo, cuando un perro orina levantando la pata eso sería una conducta porque está marcando territorio y la conducta va dirigida al mundo exterior (sus semejantes en este caso). Si una perra orina simplemente para evacuar la vejiga, eso no seria conducta sino una función fisiológica sin más. La conducta para Plotkin, por supuesto, sería un tipo de adaptación y, por tanto, un tipo de conocimiento porque ya hemos comentado que, para él, las adaptaciones son conocimiento y el conocimiento es adaptación. Esto es así aunque la conducta no tenga ningún elemento de pensamiento, reflexión o memoria.

Aquí surge el polémico y debatido concepto de instinto o de “lo innato” (esa conducta sin pensamiento) con lo que podemos metemos en un controvertido charco. Sólo decir que Plotkin distingue una conducta sin pensamiento (instintiva) y una conducta con pensamiento (racionalidad, inteligencia). La conducta instintiva viene marcada fundamentalmente por los genes aunque no de una forma determinista. La longitud de mi nariz es resultado de mis genes pero también de las condiciones de mi desarrollo, del ambiente experimentado, y podría haber sido diferente si mi desarrollo hubiera sido diferente. Los genes marcan, sin embargo, un rango de posibilidades.

Una pregunta que surge inmediatamente es ¿por qué no toda la conducta es instintiva? Esto es, ¿por qué evolucionó la racionalidad? Probablemente es una cuestión de costes y vamos a hablar de eso ahora, pero vaya por delante una característica de la racionalidad y de la inteligencia que es muy importante para Plotkin: que aprender y recordar no son nunca capacidades abiertas en plan tabla rasa. Los seres que aprenden pueden aprender y pensar sólo acerca de ciertas cosas, no acerca de cualquier cosa. 

Evolución de la Inteligencia

Bueno, tenemos ya criaturas con una conducta que viene programada en buena medida en sus genes y en la que influye también su proceso de desarrollo. Pero para seres vivos cuya vida no sea muy corta aparece un problema. Pongamos que en el tiempo T1 los genes ponen en marcha un fenotipo que tiene un periodo de desarrollo y luego tarda en llegar a su etapa reproductiva T2 en la que los genes vuelven al pool genético (en los seres humanos más de 10-15 años por lo menos). En ese lapso de tiempo entre T1 y T2 el ambiente cambia y no es seguro que las instrucciones recibidas en T1 puedan seguir siendo válidas. Es como si un arquitecto hace los planos para construir una casa en T1 pero luego hay un corrimiento de tierras; lo lógico es volver atrás y retocar los planos. Pero eso no es posible en el caso de los seres vivos. Ese lapso temporal ha recibido varios nombres, Konrad Lorenz lo llamaba “punto muerto generacional”. La cuestión es cómo se mantiene la vida a sí misma sobre la base de una información potencialmente inadecuada.

Diferentes especies han optado por diferentes estrategias ante este problema. Una estrategia (que se llama -r en Teoría de Historia Vital) consiste en reducir lo más posible el lapso generacional entre T1 y T2, es decir, una vida corta entre la concepción y el período reproductivo de manera que las instrucciones no se queden desfasadas. Otra estrategia podría ser escoger un nicho ambiental en el que no ocurran muchos cambios, es decir, lugares aislados y poco poblados. El problema suele ser que esos nichos se ocupan rápidamente. Otra estrategia es generar muchos fenotipos muy diferentes entre sí con la esperanza de que algunos de ellos puedan adaptarse a las cambiantes circunstancias.

Pero ocurre también que el futuro que los seres vivos tienen que predecir es “impredeciblemente predecible”. Es decir, hay ciertos patrones o regularidades que se repiten: las estaciones, que hay que buscar una pareja para reproducirse, comida, etc. Hay cosas que son totalmente impredecibles, por supuesto, como que caiga un meteorito y cause una extinción en masa, pero muchas otros sucesos se van a mover dentro de un rango determinado.

Debido a esto, una posible solución al problema de predecir el futuro es que los genes diseñen fenotipos que pueden cambiar en respuesta a los cambios en el mundo, es decir, proveer a esos fenotipos de unos dispositivos para seguir la pista a los cambios en el mundo. Pero estos dispositivos de seguimiento tienen dos características: 
  1. para que puedan aparecer tiene que haber unas presiones de selección predecibles y consistentes
  2. estos dispositivos pueden seguir la pista a unas cosas pero no a otras

Esto es así porque un dispositivo “para todo” sería imposible de construir, biológicamente hablando. Tendría que ser sensible a todos los posibles cambios de energía en el mundo y de responder a ellos con la respuesta adecuada. Ninguna criatura viva tiene ese tipo de generalidad.
Pues bien, hay por lo menos dos dispositivos de seguimiento de ese tipo que estamos hablando, un dispositivo es el Sistema Inmune y otro es la Inteligencia. Son dispositivos para conseguir información adicional que añadir al conocimiento que ya poseen los genes. 

Llegamos así al concepto más importante que nos aporta la Epistemología Evolucionista y el libro de Plotkin en concreto y con el que voy a terminar el comentario del libro, el concepto de que la inteligencia está “constreñida” o “canalizada”. Ya hemos tratado en el blog el tema de los límites biológicos al aprendizaje (abría la entrada precisamente con una cita de Plotkin), el hecho de que los animales aprenden con más facilidad unas cosas que otras y que vienen predispuestos al mundo para prestar atención y aprender preferentemente sobre ciertas cosas y no otras. Los pájaros aprenden sobre ciertos sonidos y no otros, las ratas sobre ciertos sabores y no sobre ruidos, etc. Lorenz ya sabía que los animales aprenden sólo ciertas cosas y hablaba de “mecanismo innatos de aprendizaje”. La cuestión es que no somos tablas rasas, nuestra pizarra llega al mundo con un borrador ya pre-escrito en el que falta luego ir rellenando puntos y espacios. 

Esto es así porque si fuéramos tablas rasas no podríamos funcionar a la velocidad que lo hacemos. Si tuviéramos que hacer un seguimiento a todos los cambios de energía que ocurren en el mundo porque no sabemos los que tienen consecuencias para nosotros y los que no y tuviéramos que decidir qué aprender, el proceso de aprendizaje sería terriblemente lento. Esto quiere decir que el aprendizaje no empieza desde cero sino desde una posición en la que los mecanismo de aprendizaje saben qué es lo que tienen que aprender. Los “aprendedores” empiezan sabiendo qué es lo que tienen que aprender

Una consecuencia de este planteamiento es que las inteligencias de cada especie son diferentes. Dice Plotkin: “la inteligencia de las abejas está íntimamente ligada los genes de las abejas y precisamente el mismo argumento aplica a palomas, ratas y humanos. La inteligencia de la rata debe ser entendida en el contexto de los genes de la rata y la inteligencia humana solo puede ser entendida en el contexto de los genes humanos. En la medida en que los genes de la rata son diferentes de los genes humanos, entonces también la inteligencia de la rata es diferente de la inteligencia humana”. Plotkin defiende unas inteligencias propias de cada especie más que inteligencias idénticas que se extienden de una especie a la de al lado. Sin embargo, esta noción de inteligencias múltiples más que de una sola inteligencia no implica necesariamente que la inteligencia opera necesariamente por diferentes procesos en diferentes especies. Más bien lo contrario: es mas probable que el proceso de la inteligencia sea el mismo entre especies, sobre todo si están emparentadas filogenéticamente.

Hablando del ser humano, lo que este enfoque de inteligencia “constreñida” predice es que los humanos aprendemos acerca de unas característica relativamente restringidas de nuestro mundo y que tenemos una serie de sesgos en la manera en que pensamos y razonamos. A partir de ahí, habría mucho que discutir (aquí tenéis por ejemplo una crítica al libro de Plotkin). Pero, en cualquier caso se trata de un libro muy recomendable que desde luego hace pensar.

@pitiklinov










lunes, 9 de diciembre de 2019

Darwin viene a la ciudad. La evolución de las especies urbanas

Colaboración de Juan Medrano


Menno Schilthuizen (1965) no solo es un caballero con un apellido imposible de escribir si no hace uno la trampa de utilizar un copia y pega de un texto donde pueda encontrarlo. Es también un biólogo evolucionista holandés, profesor en la Universidad de Leiden, experto en caracoles y escarabajos y autor del delicioso libro que comentamos, cuyo título remite a la canción navideña de Coots y Gillespie que tantos maestros, desde Bing Crosby a Ella Fitzgerald, de Sinatra hasta el mismísimo Springsteen, han interpretado desde su primera publicación en 1932. Un servidor siente debilidad por esta versión estilo New Orleans.

Menno Schilthuizen con un caracol colega
Al igual que la canción navideña se hizo popular por festiva y estimulante y supone un buen rato musical, el libro de Schilthuizen produce emociones positivas por ser un prodigio de erudición y amenidad que hace de su lectura un auténtico placer, suscitando, por ejemplo, la valoración entusiasta de Vary Ingweion en su canal Curiosa Biología. También esa riqueza de datos, las asociaciones continuas que realiza el autor, convierten a su obra en imposible de resumir, por lo que hay que optar por ofrecer una visión general que, confiamos, atraiga a quien lea esto hacia tan singular trabajo.
A lo largo de sus casi 300 páginas, Darwin viene a la ciudad” no solo nos descubre a una singular fauna y en menor escala flora urbanas, sino que nos familiariza con el mayor ingeniero de ecosistemas. Este término se ha reservado a especies como los castores, capaces de alterar las condiciones del medio en que viven, generando oportunidades para especies capaces de adaptarse a sus presas y limitando la presencia y progresión de las que no lo consiguen. No obstante, no hay ingeniero de ecosistemas como el ser humano, y no solo por los embalses, o diques con los que cambia el paisaje natural mucho más que una legión de castores o por su acción deletérea que aniquila bosques o contamina aguas. La gran y continuada ingeniería de ecosistemas que realiza nuestra especie se plasma en las ciudades que cada día son más el medio y el nicho en el que vivimos los humanos. 

El castor lleva la fama y el humano urbanita carda la lana
Así, Schilthuizen va describiendo las presiones evolutivas que supone la ciudad para animales y vegetales y cómo las especies que viven en el entorno urbano han desarrollado adaptaciones para prosperar, que generación a generación van ensanchando la distancia que les separa de sus primos “salvajes” o, si se quiere, “rurales” hasta generar especies distintas. Para abrir boca, el libro empieza por presentarnos a una más que curiosa especie: la del mosquito del metro de Londres, atrapado en los túneles y cavernas subterráneas de la capital inglesa desde la construcción del tube hace holgadamente más de un siglo. El aislamiento al que se vieron sometidos los ejemplares allí emparedados, unido a los años transcurridos, que para la especie debe ser una barbaridad en términos temporales, han producido, por presión ambiental y evolutiva, sorprendentes adaptaciones. Si el mosquito de la superficie se alimenta sobre todo de sangre de aves, el del metro se adaptado a digerir la sangre, diferente, de mamíferos (básicamente ratas y humanos); si en la superficie los ritmos estacionales determinan ciclos vitales en los mosquitos que viven allí con periodos de hibernación, en los túneles, con condiciones térmicas estables, no hay esos cambios; si la riqueza de ejemplares en la superficie hace que los machos se organicen en enjambres que las hembras atraviesan para copular, la menor presencia de individuos ha determinado en los túneles una reproducción “à deux”. Todos estos cambios han dado lugar a una nueva especie que se separa del Culex Pipiens o mosquito común: el Culex molestus, o mosquito del metro de Londres, objeto de estudio de una entusiasta Katherine Byrne (la primera de los un tanto frikis superespecialistas en fauna humana, que nos presenta el libro). La pasión por el mosquito de los túneles ha permitido a Burne aportar datos fascinantes como la subespeciación de los mosquitos de las líneas Cetral, Bakerloo y Victoria, cuyas galerías están poco intercomunicadas, o la posibilidad de que encuentros ocasionales permitan repescar genes del mosquito de la superficie. O incluso que los humanos y nuestros cachivaches (ropa, maletas, enseres) podamos actuar como vectores que van poniendo en contacto a Culex molestus de metros de diversas ciudades del mundo, abriendo oportunidades para ese intercambio, ese sorteo o esa replicación azarosa de genes que, no hay que olvidar, es el trasunto de la evolución.

Culex molestus
Pues bien, la ingeniería de ecosistemas urbanos que realizan los humanos está creando entornos nuevos a los que las especies son capaces de adaptarse sorprendentemente. Esos ecosistemas son a veces comparables a islas: es el caso de los parques de nueva York, que han permitido la subespeciación de cuatro variantes de ratones, poblaciones que aisladas en su respectivo ecosistema van desarrollando adaptaciones peculiares, que encajan con las características de cada uno de los parques. Los entornos urbanos contienen además elementos que no existen en la naturaleza, como el ruido o la presencia continua de luz, a los que las especies urbanas se están adaptando de forma tan admirable como los mirlos, que cantan de noche y de forma diferente a sus primos de campo. También los depredadores son diferentes, de modo que han seleccionado en los estorninos urbanos un diseño de ala que facilita la huida de los gatos callejeros. Las palomas urbanas escapan a otros peligros urbanos con unas plumas más oscuras como estrategia para resistir concentraciones peligrosas de metales pesados, sin contar con las la capacidad de especies de peces para sobrevivir en aguas más que contaminadas. En definitiva, la ciudad es un laboratorio evolucionista que permite desde el siglo XIX reconocer como especies diferentes a los mirlos urbanos y campestres. Rizando el rizo, Schilthuizen nos cuenta el caso de los pinzones de las Galápagos, que acostumbrados a la plaga de guiris que visitan las islas y a sus hábitos alimentarios urbanos en forma de snacks y fritangas diversas, van aprendiendo a ingerir, bien por saqueo, bien alimentándose de los restos, unos alimentos nuevos para ellos que están generando cambios darwinianos en sus picos.

Turdus merula y Turdus urbanicus
También las vida urbana selecciona conductas y habilidades, que se transmiten en las especies como comportamientos seleccionados o como culturas, como la capacidad de los cuervos de la ciudad japonesa de Sendai, que lanzan nueces a la carretera para que los coches las pisen y partan, pero esperan a que el semáforo se ponga en verde para acercarse a por ellas, o los herrerillos ingleses que aprendieron abrir las botellas de leche fresca que tradicionalmente se dejaban cada mañana a las puertas de las casas. 

Herrerillo abrebotellas
No hay que dejar de recoger que el entusiasmo de Schilthuizen y sus colegas ecologistas urbanos de todo el mundo no siempre es bien comprendido, ya que reciben críticas de quienes cogiendo el rábano por las hojas (una postura muy común desde la ideologización de cualquier disciplina) vienen a entender que les parece estupendo que el ser humano degrade el medio ambiente para poder apreciar las consecuencias biológicas de tal degradación. Lejos de ser esa su posición, el autor declara su añoranza por los pantanos cercanos a su ciudad, hoy desaparecidos, donde comenzó su pasión por la Biología. La cuestión, lo que ilustra más que eficazmente su libro, es que la vida es inevitable, aparece, crece y se diversifica ante las presiones ambientales, allá donde se den las condiciones mínimas para poner en evidencia que es un potentísimo motor, una verdadera pulsión capaz de generar adaptaciones que favorezcan la supervivencia y la transmisión a generaciones ulteriores de lo que Darwin no sabía todavía que eran los genes. En definitiva, Darwin viene a la ciudad nos demuestra que la urbe, aunque no nos hayamos dado cuenta, es un laboratorio evolucionista más que pone de manifiesto la pujanza de la vida.

Colaboración de Juan Medrano