El hombre es un lobo para el hombre
-Thomas Hobbes
Que somos capaces de acostumbrarnos a cualquier cosa es una idea que todos conocemos y que se repite en la vida diaria acerca de muchos aspectos. En Psicología también se ha estudiado este fenómeno en muchos campos, por ejemplo en el de la felicidad. Se ha observado lo que los anglosajones llaman hedonic treadmill que se refiere a que la persecución de la felicidad es similar a correr en una banda rodadora de esas de gimnasio donde estás todo el rato corriendo en el mismo sitio. Se ha comprobado que tras sucesos o cambios positivos (un mejor coche, mayor sueldo, etc.) tras un aumento inicial del nivel de felicidad, se vuelve al mismo nivel previo, entre otras razones porque las expectativas y los deseos vuelven a aumentar y se equilibra de nuevo la diferencia entre lo que tienes y lo que te falta.
Pero voy a hablar de algo más sombrío en esta entrada, que es la forma en la que podemos habituarnos al mal, siguiendo un aspecto que Roy Baumeister comenta en su libro Evil Inside human violence and cruelty, que es el de la Desensibilización a la violencia y al mal. La desensibilización en Psicología es la disminución de la respuesta emocional ante un estímulo aversivo o negativo cuando nos exponemos repetidamente a él. Se utiliza principalmente para tratar a pacientes con fobias y otros trastornos de ansiedad. Hay datos que sugieren que el ser humano incluye en su equipamiento de serie una aversión a usar la violencia, lo que no excluye una capacidad y tendencia también para usar la violencia en determinadas situaciones (los coches también traen de fábrica acelerador y frenos, uno para aumentar la velocidad y los otros para disminuirla). La evidencia a que me refiero es múltiple pero voy a dar algunas pinceladas nada más. Por ejemplo, en la II Guerra Mundial el 25% de los soldados americanos no fue capaz de apuntar y disparar contra el enemigo en combate. También se sabe que los soldados nazis que tenían que matar judíos en el frente ruso vomitaban, tenían ansiedad y muchos de ellos recurrían al alcohol para evadirse del malestar emocional (de hecho, los mandos repartían raciones de alcohol para esos menesteres). Incluso asesinos en serie lo pasan mal tras su primer asesinato y suele ser bastante largo el tiempo entre el primer asesinato y el segundo, acortándose posteriormente. También en los dilemas morales de los trenes la gente tiene más reparo en ser activo y tirar a la vía a una persona que en cambiar la aguja de la vía para salvar a cinco personas aunque eso suponga la muerte de una.
Por supuesto que hay excepciones, como la de los psicópatas, y variaciones individuales, pero en general creo que es seguro afirmar que tenemos un freno o aversión a matar, salvo que sea en defensa propia. Pero también hay datos de que la repetición de asesinatos o conductas violentas da lugar a un fenómeno de desensibilización, es decir, que progresivamente se va experimentando menos malestar hasta desaparecer del todo. Hay casos incluso de adicción al mal. Pasaría un poco lo mismo que con los primeros cigarros, que no suelen gustar a casi nadie, pero que a fuerza de repetir acaban enganchando. Baumeister cuenta que entre todo lo que leyó para escribir su libro hay una historia de desensibilización al mal que le impactó especialmente, que es la que os voy a contar ahora, y que fue relatada a la periodista Gitta Sereny por un judío checo, Richard, que fue deportado al campo de exterminio de Treblinka.
Treblinka no era un campo de concentración, era directamente un campo de exterminio. Allí llegaban trenes casi todos los días y casi todos los pasajeros eran asesinados inmediatamente. Las únicas personas que vivían en el campo eran los guardianes de las SS, unos ayudantes ucranianos, y un pequeño contingente de judíos que realizaba labores domésticas. El trabajo de Richard era recoger y clasificar las pertenencias de las víctimas. La mayoría de los judíos eran judíos pobres del Este pero a veces llegaban judíos del Oeste con buenas ropas, comida y otras pertenencias en sus maletas. Se les desnudaba y se les mandaba a la muerte mientras Richard y los demás se apropiaban de todo. Al principio, el grupo de Richard también tenía riesgo de que en cualquier momento los SS dispararan a alguno de ellos, pero con el tiempo se desarrolló una armonía en el trabajo entre los judíos y sus captores, y no corrían riesgo de ser ellos mismos ejecutados. Este trabajo también les daba a Richard y sus compañeros una gran ventaja sobre la mayoría de los internados en campos de concentración, se les permitía quedarse con ropa y comida de las víctimas para ellos. La comida era abundante y esto les permitía mantener una buena salud.
Pero en Marzo de 1943 las cosas cambiaron. Los trenes dejaron de llegar todos los días y los pocos que llegaban sólo traían gitanos pobres a los que no se les podía quitar nada. Richard recuerda aquellas seis semanas como miserables. Tenían que comer el rancho del campo, que era malo y escaso, así que, como todos los demás, perdieron peso y se sentían deprimidos y letárgicos, algunos enfermaron y murieron. Además, la falta de trenes suponía para ellos una terrible amenaza. Su trabajo era manejar las posesiones de las víctimas y si no había trenes no había víctimas y no había posesiones. Si se decidía que su trabajo no era necesario serían enviados a las cámaras de gas. Richard cuenta que se sentía deprimido mirando los contenedores vacíos de ropa porque aquellos contenedores llenos de ropa eran la razón para que les hubieran permitido vivir. Otro problema era la conducta de los propios alemanes. Los guardianes del campo empezaron también a estar asustados y entrar en pánico porque si no había trenes eso podía suponer que el campo ya no era necesario y ellos corrían el riesgo de que les mandaran al frente ruso, destino mucho más peligroso que el de Treblinka.
Pero finalmente, un día que Richard y sus amigos estaban sentados en unos barracones, uno de los alemanes se acercó con una gran sonrisa y les anunció que el día siguiente llegarían trenes de nuevo. Richard cuenta que, inmediatamente, él y todos los demás se levantaron y aplaudieron celebrándolo. Richard contaba que años después le ponía enfermo recordar aquel momento: él y su amigos celebraban que otros judíos inocentes iban a ser traídos al campo para ser exterminados. Mirado retrospectivamente le parecía imposible, pero era la pura verdad: hasta ese punto habían llegado. Además, no fue una única explosión de alegría. Cuenta que pasaron la noche excitados y expectantes. Hablaban de quiénes vendrían en los trenes, esperaban que vinieran de algún país rico, como Holanda, cuyos ciudadanos tenían buenas ropas y comida. Para Richard era una prórroga de vida, y que se debiera al hecho de que otros muchos judíos iban a morir no le parecía relevante, habían vivido eso muchas veces, una y otra vez. Se había producido una desensibilización y se habían acostumbrado a la muerte de los otros. Él y sus amigos reaccionaron a la reanudación de los asesinatos desde el punto de vista de lo que significaba para ellos y su bienestar.
Hay que decir que este fenómeno de la desensibilización no ocurre siempre y que, a veces incluso, ocurre lo contrario, una sensibilización. Algunas personas se van angustiando por lo que hacen y no pueden dejar a un lado sus escrúpulos, que se van acumulando, y al final interfiere con su capacidad para realizar más actos violentos. Estos individuos quedan sensibilizados en vez de desensibilizados pero parecen ser la excepción más que la regla. Generalmente, la gente reacciona con menos fuerza cada vez cuando infligen o presencian daño a los demás (creo que todos conocemos casos, por ejemplo de fobia a volar, que aparecen en personas que han volado mucho; podría ser que pequeños incidentes que se van acumulando en los vuelos acaban sensibilizando al sujeto).
Este ejemplo nos explica muy bien la razón por la que muchos supervivientes a los campos de concentración se suicidaron años después, probablemente por no soportar la culpa. Los supervivientes, como ilustra el caso de Richard, no sobrevivieron por casualidad. La mayoría de ellos obtuvieron algún tipo de privilegio y colaboraron estrechamente con los alemanes (todos conocemos el caso de Primo Levi, que consiguió entrar en la enfermería del campo y soportar así las duras condiciones de frío, falta de comida, etc., que eran la norma para el resto de internos, y que acabó también suicidándose). En muchos casos la supervivencia de estas personas fue a costa del exterminio de otras y eso supuso una carga imposible de soportar para algunos.
También podemos sacar la conclusión de experiencias tan extremas como esta, de que la extinción de la especie humana es altamente improbable. No sólo está comprobado que podemos adaptarnos a selvas, desiertos, hielo, montañas y lagos. Casos como este ilustran a la perfección que podemos incluso vivir en el infierno.
@pitiklinov en Twitter
Referencia
(pp 288-290)
2 comentarios:
Es como en el libro "el extranjero" : "al final podemos acostumbrarnos a cualquier cosa"
Creo que este fenomeno psicologico puede explicar mucho mejor los campos nazis : http://cetecic.com.ar/revista/pdf/desesperanza-aprendida.pdf
Saludos
Bueno, creo que en los campos nazis ocurrían muchos fenómenos psicológicos, tanto en las víctimas como en los opresores. El de la Indefensión Aprendida seguro que también ocurría, efectivamente.
Publicar un comentario