colaboración de Juan Medrano
A lo largo de la vida bostezamos en torno a 250.000 veces, lo que sugiere
que el bostezo (también llamado oscitación, o casmodia, cuando es
patológicamente intenso) tiene la suficiente importancia para que le dediquemos
tanto tiempo y gasto energético. Si reparamos en que el bostezo se observa en
todos los vertebrados (parece que el único requisito es disponer de una
mandíbula ósea) y en todos ellos se produce con el mismo esquema motor, incluso
en animales, como los équidos, que respiran exclusivamente por vía nasal. En el
humano se registran bostezos desde la duodécima semana de vida
intrauterina, reduciéndose su frecuencia al final del periodo fetal y en el
primer año de vida, para mantenerse después en una meseta a lo largo de la
infancia y edad adulta y decrecer en la vejez, una curva, por cierto, similar a
la del sueño REM.
En sentido estricto, un bostezo es un ciclo respiratorio paroxístico que
dura entre 5 y 10 segundos (aun siendo variable entre individuos parece ser
estable en cada persona). Entraña una serie de movimientos que se suceden
siempre en el mismo orden. Comienza por una inspiración amplia, lenta y muy
profunda, con la boca muy abierta (lo que hace que la faringe pueda llegar a
cuadruplicar su diámetro), que se produce al tiempo que la laringe se abre
alcanzando las cuerdas vocales su máximo grado de abducción. Durante esta
maniobra, se inspira aire esencialmente por vía oral. Se sigue esta inspiración
de una breve parada del flujo ventilatorio, que representa el acmé o clímax del
bostezo y se suele acompañar de oclusión de los párpados o estiramiento de las
extremidades. Tras ello viene una espiración pasiva, ruidosa, más o menos
lenta, que se acompaña de la relajación de todos los músculos participantes; la
boca vuelve a cerrarse, la laringe recupera su posición inicial y el individuo
experimenta, con la resolución del bostezo, una sensación placentera.
Los griegos y los mayas consideraban al bostezo un intento del alma por
escapar del cuerpo, y ya desde antiguo existían normas sociales al respecto
(por ejemplo, en el mundo hindú bostezar en público era una especie de
pecado. Su estudio científico es
relativamente reciente. En 1942 Moore pudo demostrar la
contagiosidad del fenómeno, utilizando para ello tanto “bostezadores”
especialmente entrenados, como el sonido típico de bostezo emitido por un
gramófono o, finalmente, imágenes cinematográficas. Gracias a tan ingeniosos
procedimientos, auténticamente innovadores en aquella época, Moore comprobó que
sus colaboradores entrenados para simular oscitaciones, hábilmente colocados en
iglesias y capillas, eran capaces de provocar que los asistentes a oficios
religiosos bostezaran, tanto si frecuentaban los servicios matutinos como los
vespertinos. Incluso pudo intuir que el cansancio no era un requisito necesario
para la oscitación, ya que bostezaban más los que asistían a la iglesia por la
mañana. También comprobó que el sonido de un bostezo reproducido mediante un
gramófono inducía bostezos en personas ciegas en mayor medida que en un grupo
control de videntes y que la imagen cinematográfica de una niña bostezando
provocaba oscitaciones en los espectadores.
En nuestra era existen entusiastas investigadores sobre el bostezo, como
Gallup (que rastrea su fisiología evolutiva), Walusinski (master de una
enciclopédica web sobre el
fenómeno) y Provine, que dedica a la oscitación un amplio capítulo en su
reciente libro “Curious
behavior”. Fruto de las investigaciones de este autor sabemos que el
bostezo es mucho más contagioso que el hipo o la risa. Ver o escuchar a alguien
que bosteza hace que un muy elevado porcentaje de seres humanos reproduzca esa
conducta en menos de cinco minutos. Se da la circunstancia de que no es
necesario ver frontalmente al oscitador; cualquier ángulo de visión puede
generar contagio. A la búsqueda del estímulo crítico, Provine expuso a sus
probandos (indefensos estudiantes de Psicología, como suele ser habitual) a
imágenes de bostezadores en las que se había eliminado la boca pero la que
conservaban otros rasgos como los ojos cerrados, y comparó su capacidad para
disparar la conducta con otras imágenes que recogían exclusivamente bocas en
amplia oscitación. La cara bostezante sin boca resultó ser un estímulo mucho
más potente que la boca abierta, que en opinión de este investigador se queda
relegada a la condición de estímulo neutro. Entre otras implicaciones, como señala
el propio autor, esto supone que la norma de urbanidad que impone cubrirse
la boca cuando uno bosteza no tiene ninguna efectividad para evitar el contagio
de la oscitación. Otro aspecto importante es que la presencia de un observador activo y
atento reduce el contagio e incluso la producción de bostezos espontáneos,
según ha podido comprobar nuestro autor.
También induce oscitaciones la idea o el pensamiento del bostezo, o leer
un texto en el que aparezca reiteradamente la palabra bostezo la frecuencia de
la conducta se incrementa significativamente (tal vez lo esté comprobando el
lector de esta entrada), algo que no pasa cuando uno lee reiteradamente palabras
como hipo o risa o la descripción
de un médico explorando las amígdalas a un paciente con la boca completamente
abierta; se da la circunstancia de que esta inducción del bostezo no requiere que la persona está
especialmente cansada o somnolienta.
Al igual que el estornudo y el orgasmo, el bostezo culmina en una forma
de clímax, lo que explica que se le encuentren similitudes con el placer
sexual. El autor más prolífico en esta materia es Wolter Seuntjens, un
estudioso holandés que elaboró una tesis doctoral al respecto y es webmaster de
una interesante página
al respecto; resumió en su día su investigación en un artículo
del Journal of Improbable Research
(la revista que año tras año concede los Premios IgNobel, dicho sea de paso). Y
la relación entre bostezo y orgasmo no es algo demasiado rebuscado, si tenemos
en cuenta la relación entre las hormonas sexuales y la oscitación. En otras
especies de mamíferos, los machos bostezan con mucha mayor frecuencia que las
hembras. Esta diferencia se ha pretendido explicar alegando que el bostezo
pondría de manifiesto los poderosos colmillos del macho y sería una especie de
aviso o amenaza para competidores. Curiosamente, los productos que estimulan la
transmisión dopaminérgica, como la apomorfina, o ciertos canales
serotoninérgicos, como el mCCP, son capaces de provocar
bostezos y erecciones en las ratas macho, pero este efecto desaparece
cuando la rata está castrada y por tanto falta un aporte de testosterona.
Nuestra especie no solo es la única en que ambos sexos son sexualmente activos
en todo momentos sino que también es la única en la que los dos géneros
bostezan por igual, lo que establece un paralelismo entre actividad sexual y
oscitante. Redondea la relación la existencia de casos aislados de pacientes,
varones y mujeres, que describían orgasmos o sensaciones análogas ligadas a los
bostezos cuando estaban en tratamiento con clomipramina, un
antidepresivo de potente acción serotoninérgica.
Las personas con una hemiplejia producen a veces estiramientos del
miembro paralizado cuando bostezan. Este fenómeno, denominado “paracinesia braquial oscitante” por
Walusinski, se puso en su momento en relación con la conservación de una
supuesta vía motora emocional y ha sido explicada
posteriormente por el mismo autor como debido a que la lesión de las vías
corticoneocerebelosas del sistema extrapiramidal desinhiben la vía
espinoarqueocerebelar, permitiendo que el brazo paralizado sea estimulado por
el núcleo reticular, que armoniza los ritmos respiratorios y locomotores.
Sobre la función del bostezo se ha escrito mucho. Una conducta tan
compleja, que implica la participación de tantísimos músculos y que ha
persistido a lo largo de toda la evolución de los vertebrados, razonaron sin
duda quienes propusieron estas hipótesis, tiene que cumplir un papel
fisiológico. Smith ha revisado
estas propuestas, comprobando que son de lo más dispar: incrementar (o reducir
el nivel de alerta, garantizar (en la vida fetal) el correcto funcionamiento de
la articulación temporomandibular, indicar aburrimiento, mareo, hemorragia o
encefalitis, marcador de actividad dopaminérgica, prevención de atelectasias,
oxigenación cerebral, evacuación de detritus amigdalinos potencialmente infecciosos…
así, hasta 20 variadas sugerencias, lo que da idea de los palos de ciego que
dan los investigadores para explicar una conducta aparentemente tan trivial.
Algunas hipótesis conjugan elementos de otras, como la sugerencia de que el
bostezo mejora la falta de concentración ligada a la hipoxia y de esta manera
contrarresta el aburrimiento.
Más recientemente, Gallup ha formulado una hipótesis
novedosa, que sostiene que el bostezo sirve para reducir la temperatura
cerebral, una teoría que ha examinado en diversas situaciones y modelos
experimentales y que a día de hoy, concluye, está refrendada también por las
modificaciones fisiológicas observadas tras las oscitaciones. Gallup ha podido
demostrar que los periquitos
se produce un incremento de la frecuencia de bostezos cuando aumenta la
temperatura. En las ratas, en
cambio, las oscitaciones (no así los estiramientos) son más frecuentes con las
variaciones al alza y a la baja de la temperatura. En los humanos
Gallup ha centrado sus investigaciones en la influencia de la temperatura y sus
cambios en la capacidad de contagio del bostezo, que es menor a temperaturas
bajas o después de habernos mantenido un tiempo en temperaturas más altas; el
paso de un ambiente más fresco a otro cálido, en cambio, aumenta la
probabilidad de contagio. La respiración nasal (que tiende a refrigerar el
cerebro) o la mera aplicación de frío en la frente (evidentemente, otro
mecanismo que reduce la temperatura cerebral) también se asocian, en las
investigaciones de Gallup, a una reducción del
contagio. En el bostezo, sostiene nuestro autor,
a pesar de que la protagonista es la boca y no la nariz, se puede producir una
ventilación de los senos paranasales que facilitan que el calor cerebral se
disipe, como de hecho sucede en algunas especies de aves. La tendencia a
producir bostezos observada con algunos antidepresivos que modifican la
actividad serotoninérgica puede deberse, según Gallup,
a que estos medicamentos incrementan la temperatura cerebral, tanto en dosis
terapéuticas como en sobredosis, algo que guarda cierta coherencia con el hecho de que los
medicamentos que combaten la depresión tienden a elevar la temperatura
cerebral, en tanto que los que se utilizan en la manía tienden a reducirla.
La contagiosidad del bostezo merece, ciertamente, un capítulo aparte, ya
que remite a aspectos psicobiológicos de gran interés. Clásicamente se ha
sostenido que la oscitación contagiosa es un rasgo netamente humano, y en los
últimos años se ha vinculado a las recientemente descubiertas neuronas espejo,
base de la empatía. De hecho, se ha podido comprobar mediante
técnicas de neuroimagen que el contagio del bostezo se asocia a la activación
de áreas cerebrales relacionadas con el sistema de las neuronas
espejo y la empatía. Sin embargo, cada vez son más frecuentes los estudios
que demuestran su existencia no ya en primates o en otras especies de
mamíferos, sino incluso en periquitos,
algo que puede relacionarse también con la creciente impresión de que la
empatía existe en formas más elementales en especies aviarias, como los loros y
los córvidos.
En nuestra especie, recordemos, la frecuencia del bostezo es máxima en la
vida fetal, y después del nacimiento, para después ir decreciendo. Sin embargo,
la capacidad de ser contagiado por la oscitación ajena es tardía, y no se
instaura hasta los 4 o 5 años de edad, como han podido demostrar Anderson y Meno presentando
vídeos de personas bostezantes a niños de corta edad, lo cual guarda proporción
y coherencia con la idea de que el desarrollo psicológico entraña una gradual
separación del egocentrismo inicial para pasar a interesarse por los demás y
sus estados y reacciones emocionales. Curiosamente, en el chimpancé
se da un fenómeno análogo, puesto que en una experiencia en la que se mostró un
vídeo de congéneres bostezantes a seis hembras adultas acompañadas de tres
crías se pudo comprobar que estas últimas no se contagiaban, mientras que las
adultas oscitaban sin el menor pudor, inducidas a ello por la contemplación de
la película. También en el chimpancé se ha podido vincular la contagiosidad a
la proximidad del bostezante, de modo que cuanto
más cercano biológica o socialmente (pertenencia al mismo grupo) sea el individuo
que bosteza tanto más probable es que el que contempla la acción replique la
conducta. En
los seres humanos sucede lo mismo: nos contagian sus bostezos más los
familiares que los amigos, los amigos más que los conocidos y los conocidos más
que los desconocidos, lo que significa que el humilde bostezo es nada menos que
un marcador de empatía y de proximidad afectiva y emocional.
Con estos datos no es de extrañar que la contagiosidad del bostezo sea un
área de interés en la investigación sobre trastornos mentales en los que existe
un defecto de la empatía y la inteligencia social, como son el autismo o la
esquizofrenia. Por ejemplo, Haker y Rössler
han podido comprobar que en comparación con controles las personas afectas de
esquizofrenia experimentan un menor contagio de la risa o los bostezos
presentados en vídeos. En realidad, este hallazgo confirma de alguna manera la
vieja idea de Lehmann
de que el bostezo es un fenómeno de interés psicopatológico cuya presencia o
ausencia puede dar idea de la severidad de la esquizofrenia. Lógicamente,
habría que armonizar esta hipótesis con el hecho de que los medicamentos que
empleamos para tratar la enfermedad reducen precisamente
la frecuencia de las oscitaciones. En cuanto al autismo, si bien los niños
diagnosticados de trastorno generalizado del desarrollo no difieren de los
niños neurotípicos en cuanto a frecuencia y duración de sus bostezos, si que
muestran una tendencia mucho
menor a contagiarse de la oscitación ajena. Es de interés el hecho de que
esta dificultad para contagiarse del (empatizar con el) bostezo es mayor cuanto
más grave sea al trastorno generalizado del desarrollo, de modo que las
personas con autismos verbales o que en general no presentan las formas
clásicas y más en la línea de la descripción de Kanner tienen una capacidad de
replicar los bostezos ajenos más cercana a la de la población neurotípica.
Un dato interesante es que si se fuerza que los niños con autismo mantengan un contacto visual
con la imagen en video del bostezante la contagiosidad de la oscitación es
mayor.
Así pues, da la impresión de que en el futuro la investigación sobre el
bostezo nos permitirá conjugar datos provenientes de la Fisiología, la
Etología, la Psicología, la Psicopatología, la Biología y Psicología Evolutivas
e incluso la terapéutica farmacológica. ¿Quién se atreverá, por lo tanto, a
banalizar la importancia de un buen bostezo?
5 comentarios:
Diría que el bostezo y el orgasmo tienen otra cosa en común: lo que fastidia que te lo corten.
Enhorabuena a los autores por este tema tan curioso.
Habré bostezado 20 veces por lo menos!!! Jajaja me ha encantado, súper interesante el blog!!!
Gran artículo, qué estructura más cuidada. Felicitaciones!
De verdad me parece muy interesante este articulo. A diario trato de escribir temas así en mi blog pero al ver la calidad de este hombre, veo que se requiere de mucha dedicación y conocimiento para hacer una publicación tan clara y amena. Felicitaciones, y gracias por ilustrarme la manera en la que se debe publicar. El tema, en si es poco común pero resulta muy interesante a medida que recorres las lineas. Exitos....
Siento que bostezar me hace hace sentir bien.
Milagros
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