lunes, 28 de enero de 2013

El Bostezo


colaboración de Juan Medrano

A lo largo de la vida bostezamos en torno a 250.000 veces, lo que sugiere que el bostezo (también llamado oscitación, o casmodia, cuando es patológicamente intenso) tiene la suficiente importancia para que le dediquemos tanto tiempo y gasto energético. Si reparamos en que el bostezo se observa en todos los vertebrados (parece que el único requisito es disponer de una mandíbula ósea) y en todos ellos se produce con el mismo esquema motor, incluso en animales, como los équidos, que respiran exclusivamente por vía nasal. En el humano se registran bostezos desde la duodécima semana de vida intrauterina, reduciéndose su frecuencia al final del periodo fetal y en el primer año de vida, para mantenerse después en una meseta a lo largo de la infancia y edad adulta y decrecer en la vejez, una curva, por cierto, similar a la del sueño REM.

En sentido estricto, un bostezo es un ciclo respiratorio paroxístico que dura entre 5 y 10 segundos (aun siendo variable entre individuos parece ser estable en cada persona). Entraña una serie de movimientos que se suceden siempre en el mismo orden. Comienza por una inspiración amplia, lenta y muy profunda, con la boca muy abierta (lo que hace que la faringe pueda llegar a cuadruplicar su diámetro), que se produce al tiempo que la laringe se abre alcanzando las cuerdas vocales su máximo grado de abducción. Durante esta maniobra, se inspira aire esencialmente por vía oral. Se sigue esta inspiración de una breve parada del flujo ventilatorio, que representa el acmé o clímax del bostezo y se suele acompañar de oclusión de los párpados o estiramiento de las extremidades. Tras ello viene una espiración pasiva, ruidosa, más o menos lenta, que se acompaña de la relajación de todos los músculos participantes; la boca vuelve a cerrarse, la laringe recupera su posición inicial y el individuo experimenta, con la resolución del bostezo, una sensación placentera.

Los griegos y los mayas consideraban al bostezo un intento del alma por escapar del cuerpo, y ya desde antiguo existían normas sociales al respecto (por ejemplo, en el mundo hindú bostezar en público era una especie de pecado.   Su estudio científico es relativamente reciente. En 1942 Moore pudo demostrar la contagiosidad del fenómeno, utilizando para ello tanto “bostezadores” especialmente entrenados, como el sonido típico de bostezo emitido por un gramófono o, finalmente, imágenes cinematográficas. Gracias a tan ingeniosos procedimientos, auténticamente innovadores en aquella época, Moore comprobó que sus colaboradores entrenados para simular oscitaciones, hábilmente colocados en iglesias y capillas, eran capaces de provocar que los asistentes a oficios religiosos bostezaran, tanto si frecuentaban los servicios matutinos como los vespertinos. Incluso pudo intuir que el cansancio no era un requisito necesario para la oscitación, ya que bostezaban más los que asistían a la iglesia por la mañana. También comprobó que el sonido de un bostezo reproducido mediante un gramófono inducía bostezos en personas ciegas en mayor medida que en un grupo control de videntes y que la imagen cinematográfica de una niña bostezando provocaba oscitaciones en los espectadores.

En nuestra era existen entusiastas investigadores sobre el bostezo, como Gallup (que rastrea su fisiología evolutiva), Walusinski (master de una enciclopédica web sobre el fenómeno) y Provine, que dedica a la oscitación un amplio capítulo en su reciente libro “Curious behavior”. Fruto de las investigaciones de este autor sabemos que el bostezo es mucho más contagioso que el hipo o la risa. Ver o escuchar a alguien que bosteza hace que un muy elevado porcentaje de seres humanos reproduzca esa conducta en menos de cinco minutos. Se da la circunstancia de que no es necesario ver frontalmente al oscitador; cualquier ángulo de visión puede generar contagio. A la búsqueda del estímulo crítico, Provine expuso a sus probandos (indefensos estudiantes de Psicología, como suele ser habitual) a imágenes de bostezadores en las que se había eliminado la boca pero la que conservaban otros rasgos como los ojos cerrados, y comparó su capacidad para disparar la conducta con otras imágenes que recogían exclusivamente bocas en amplia oscitación. La cara bostezante sin boca resultó ser un estímulo mucho más potente que la boca abierta, que en opinión de este investigador se queda relegada a la condición de estímulo neutro. Entre otras implicaciones, como señala el propio autor, esto supone que la norma de urbanidad que impone cubrirse la boca cuando uno bosteza no tiene ninguna efectividad para evitar el contagio de la oscitación. Otro aspecto importante es que la presencia de un observador activo y atento reduce el contagio e incluso la producción de bostezos espontáneos, según ha podido comprobar nuestro autor.

También induce oscitaciones la idea o el pensamiento del bostezo, o leer un texto en el que aparezca reiteradamente la palabra bostezo la frecuencia de la conducta se incrementa significativamente (tal vez lo esté comprobando el lector de esta entrada), algo que no pasa cuando uno lee reiteradamente palabras como hipo o risa o la descripción de un médico explorando las amígdalas a un paciente con la boca completamente abierta; se da la circunstancia de que esta inducción del bostezo no requiere que la persona está especialmente cansada o somnolienta.

Al igual que el estornudo y el orgasmo, el bostezo culmina en una forma de clímax, lo que explica que se le encuentren similitudes con el placer sexual. El autor más prolífico en esta materia es Wolter Seuntjens, un estudioso holandés que elaboró una tesis doctoral al respecto y es webmaster de una interesante página al respecto; resumió en su día su investigación en un artículo del Journal of Improbable Research (la revista que año tras año concede los Premios IgNobel, dicho sea de paso). Y la relación entre bostezo y orgasmo no es algo demasiado rebuscado, si tenemos en cuenta la relación entre las hormonas sexuales y la oscitación. En otras especies de mamíferos, los machos bostezan con mucha mayor frecuencia que las hembras. Esta diferencia se ha pretendido explicar alegando que el bostezo pondría de manifiesto los poderosos colmillos del macho y sería una especie de aviso o amenaza para competidores. Curiosamente, los productos que estimulan la transmisión dopaminérgica, como la apomorfina, o ciertos canales serotoninérgicos, como el mCCP, son capaces de provocar bostezos y erecciones en las ratas macho, pero este efecto desaparece cuando la rata está castrada y por tanto falta un aporte de testosterona. Nuestra especie no solo es la única en que ambos sexos son sexualmente activos en todo momentos sino que también es la única en la que los dos géneros bostezan por igual, lo que establece un paralelismo entre actividad sexual y oscitante. Redondea la relación la existencia de casos aislados de pacientes, varones y mujeres, que describían orgasmos o sensaciones análogas ligadas a los bostezos cuando estaban en tratamiento con clomipramina, un antidepresivo de potente acción serotoninérgica.

Las personas con una hemiplejia producen a veces estiramientos del miembro paralizado cuando bostezan. Este fenómeno, denominado “paracinesia braquial oscitante” por Walusinski, se puso en su momento en relación con la conservación de una supuesta vía motora emocional y ha sido explicada posteriormente por el mismo autor como debido a que la lesión de las vías corticoneocerebelosas del sistema extrapiramidal desinhiben la vía espinoarqueocerebelar, permitiendo que el brazo paralizado sea estimulado por el núcleo reticular, que armoniza los ritmos respiratorios y locomotores.

Sobre la función del bostezo se ha escrito mucho. Una conducta tan compleja, que implica la participación de tantísimos músculos y que ha persistido a lo largo de toda la evolución de los vertebrados, razonaron sin duda quienes propusieron estas hipótesis, tiene que cumplir un papel fisiológico. Smith ha revisado estas propuestas, comprobando que son de lo más dispar: incrementar (o reducir el nivel de alerta, garantizar (en la vida fetal) el correcto funcionamiento de la articulación temporomandibular, indicar aburrimiento, mareo, hemorragia o encefalitis, marcador de actividad dopaminérgica, prevención de atelectasias, oxigenación cerebral, evacuación de detritus amigdalinos potencialmente infecciosos… así, hasta 20 variadas sugerencias, lo que da idea de los palos de ciego que dan los investigadores para explicar una conducta aparentemente tan trivial. Algunas hipótesis conjugan elementos de otras, como la sugerencia de que el bostezo mejora la falta de concentración ligada a la hipoxia y de esta manera contrarresta el aburrimiento.

Más recientemente, Gallup ha formulado una hipótesis novedosa, que sostiene que el bostezo sirve para reducir la temperatura cerebral, una teoría que ha examinado en diversas situaciones y modelos experimentales y que a día de hoy, concluye, está refrendada también por las modificaciones fisiológicas observadas tras las oscitaciones. Gallup ha podido demostrar que los periquitos se produce un incremento de la frecuencia de bostezos cuando aumenta la temperatura. En las ratas, en cambio, las oscitaciones (no así los estiramientos) son más frecuentes con las variaciones al alza y a la baja de la temperatura. En los humanos Gallup ha centrado sus investigaciones en la influencia de la temperatura y sus cambios en la capacidad de contagio del bostezo, que es menor a temperaturas bajas o después de habernos mantenido un tiempo en temperaturas más altas; el paso de un ambiente más fresco a otro cálido, en cambio, aumenta la probabilidad de contagio. La respiración nasal (que tiende a refrigerar el cerebro) o la mera aplicación de frío en la frente (evidentemente, otro mecanismo que reduce la temperatura cerebral) también se asocian, en las investigaciones de Gallup, a una reducción del contagio. En el bostezo, sostiene nuestro autor, a pesar de que la protagonista es la boca y no la nariz, se puede producir una ventilación de los senos paranasales que facilitan que el calor cerebral se disipe, como de hecho sucede en algunas especies de aves. La tendencia a producir bostezos observada con algunos antidepresivos que modifican la actividad serotoninérgica puede deberse, según Gallup, a que estos medicamentos incrementan la temperatura cerebral, tanto en dosis terapéuticas como en sobredosis, algo que guarda cierta coherencia con el hecho de que los medicamentos que combaten la depresión tienden a elevar la temperatura cerebral, en tanto que los que se utilizan en la manía tienden a reducirla.

La contagiosidad del bostezo merece, ciertamente, un capítulo aparte, ya que remite a aspectos psicobiológicos de gran interés. Clásicamente se ha sostenido que la oscitación contagiosa es un rasgo netamente humano, y en los últimos años se ha vinculado a las recientemente descubiertas neuronas espejo, base de la empatía. De hecho, se ha podido comprobar mediante técnicas de neuroimagen que el contagio del bostezo se asocia a la activación de áreas cerebrales relacionadas con el sistema de las neuronas espejo y la empatía. Sin embargo, cada vez son más frecuentes los estudios que demuestran su existencia no ya en primates o en otras especies de mamíferos, sino incluso en periquitos, algo que puede relacionarse también con la creciente impresión de que la empatía existe en formas más elementales en especies aviarias, como los loros y los córvidos.

En nuestra especie, recordemos, la frecuencia del bostezo es máxima en la vida fetal, y después del nacimiento, para después ir decreciendo. Sin embargo, la capacidad de ser contagiado por la oscitación ajena es tardía, y no se instaura hasta los 4 o 5 años de edad, como han podido demostrar Anderson y Meno presentando vídeos de personas bostezantes a niños de corta edad, lo cual guarda proporción y coherencia con la idea de que el desarrollo psicológico entraña una gradual separación del egocentrismo inicial para pasar a interesarse por los demás y sus estados y reacciones emocionales. Curiosamente, en el chimpancé se da un fenómeno análogo, puesto que en una experiencia en la que se mostró un vídeo de congéneres bostezantes a seis hembras adultas acompañadas de tres crías se pudo comprobar que estas últimas no se contagiaban, mientras que las adultas oscitaban sin el menor pudor, inducidas a ello por la contemplación de la película. También en el chimpancé se ha podido vincular la contagiosidad a la proximidad del bostezante, de modo que cuanto más cercano biológica o socialmente (pertenencia al mismo grupo) sea el individuo que bosteza tanto más probable es que el que contempla la acción replique la conducta. En los seres humanos sucede lo mismo: nos contagian sus bostezos más los familiares que los amigos, los amigos más que los conocidos y los conocidos más que los desconocidos, lo que significa que el humilde bostezo es nada menos que un marcador de empatía y de proximidad afectiva y emocional.

Con estos datos no es de extrañar que la contagiosidad del bostezo sea un área de interés en la investigación sobre trastornos mentales en los que existe un defecto de la empatía y la inteligencia social, como son el autismo o la esquizofrenia. Por ejemplo, Haker y Rössler han podido comprobar que en comparación con controles las personas afectas de esquizofrenia experimentan un menor contagio de la risa o los bostezos presentados en vídeos. En realidad, este hallazgo confirma de alguna manera la vieja idea de Lehmann de que el bostezo es un fenómeno de interés psicopatológico cuya presencia o ausencia puede dar idea de la severidad de la esquizofrenia. Lógicamente, habría que armonizar esta hipótesis con el hecho de que los medicamentos que empleamos para tratar la enfermedad reducen precisamente la frecuencia de las oscitaciones. En cuanto al autismo, si bien los niños diagnosticados de trastorno generalizado del desarrollo no difieren de los niños neurotípicos en cuanto a frecuencia y duración de sus bostezos, si que muestran una tendencia mucho menor a contagiarse de la oscitación ajena. Es de interés el hecho de que esta dificultad para contagiarse del (empatizar con el) bostezo es mayor cuanto más grave sea al trastorno generalizado del desarrollo, de modo que las personas con autismos verbales o que en general no presentan las formas clásicas y más en la línea de la descripción de Kanner tienen una capacidad de replicar los bostezos ajenos más cercana a la de la población neurotípica. Un dato interesante es que si se fuerza que los niños con autismo mantengan un contacto visual con la imagen en video del bostezante la contagiosidad de la oscitación es mayor.

Así pues, da la impresión de que en el futuro la investigación sobre el bostezo nos permitirá conjugar datos provenientes de la Fisiología, la Etología, la Psicología, la Psicopatología, la Biología y Psicología Evolutivas e incluso la terapéutica farmacológica. ¿Quién se atreverá, por lo tanto, a banalizar la importancia de un buen bostezo?

5 comentarios:

Ana di Zacco dijo...

Diría que el bostezo y el orgasmo tienen otra cosa en común: lo que fastidia que te lo corten.
Enhorabuena a los autores por este tema tan curioso.

Rocío dijo...

Habré bostezado 20 veces por lo menos!!! Jajaja me ha encantado, súper interesante el blog!!!

Unknown dijo...

Gran artículo, qué estructura más cuidada. Felicitaciones!

Unknown dijo...

De verdad me parece muy interesante este articulo. A diario trato de escribir temas así en mi blog pero al ver la calidad de este hombre, veo que se requiere de mucha dedicación y conocimiento para hacer una publicación tan clara y amena. Felicitaciones, y gracias por ilustrarme la manera en la que se debe publicar. El tema, en si es poco común pero resulta muy interesante a medida que recorres las lineas. Exitos....

Mila dijo...

Siento que bostezar me hace hace sentir bien.
Milagros