sábado, 27 de enero de 2018

No somos tan crédulos como se piensa

En esta entrada voy a comentar un par de artículos que coinciden en plantear algo que en principio suena contraintuitivo. ¿Somos fácilmente influidos por lo que nos dice la gente? ¿Aceptamos los mensajes que nos llegan incluso si son perjudiciales para nosotros? ¿Creemos fácilmente a las figuras de autoridad? Mucha gente, desde filósofos de la antigüedad a psicólogos modernos, cree que la respuesta es sí. Pero, aunque el tema es debatible, según los autores de estos dos artículos, los datos parecen indicar que no es así, que no somos tan crédulos. Conocer la evidencia disponible sobre este tema tiene repercusiones sobre la adopción de determinadas políticas, por ejemplo en Facebook u otros lugares, en relación a la libertad de expresión, como ahora veremos.

El primer artículo es de Gordon Danning, de la organización FIRE, en Quillette. Aunque es un artículo divulgativo está referenciado y bien argumentado. El punto que quiere transmitir es que los discursos que fomentan o incitan al odio no causan directamente el odio y la violencia por cambiar las creencias de la gente. Parece lógico pensarlo así pero si nos paramos a analizarlo no es muy creíble que odiemos a otras personas y las ataquemos simplemente porque hemos sido expuestos a ese discurso. Gordon trata con más detenimiento el papel que jugó la radio en el genocidio de Ruanda, que se ha dicho que fue esencial, y cita artículos y fuentes que refutan el papel directo de la radio sobre las creencias de la gente. Para empezar, el ambiente previo al genocidio no era de armonía y paz ni fue la radio la que creó el odio a partir de la nada. Por otro lado hay estudios (no limitados a Ruanda) que no encuentran relación de la radio con asesinatos. Lo que sí hizo la radio es ayudar a coordinarse a todos los que estaban dispuestos a participar en los asesinatos. Llegó hasta el punto, según parece, de decir a quién matar y dónde. Por ello, los directivos de la cadena fueron condenados, pero por esos actos delictivos concretos y no por un discurso “general de odio”. A pesar de lo que creemos, hay poca evidencia de que la propaganda nos haga cambiar de ideas. Lo que sabemos es que es efectiva con los que ya están convencidos pero que puede ser contraproducente incluso con los rebeldes a la ideología que difunde esa propaganda. De esto hablaremos luego.

Pero Gordon reconoce que la investigación indica que hay una importante diferencia entre el discurso del odio del gobierno o de las élites y el discurso del odio de un particular. El discurso del odio “oficial” sí es muy peligroso porque legitima el recurso a la violencia, hace pensar a la gente que si actúan con violencia no va a pasar nada porque el gobierno lo apoya. También intimida y atemoriza a los que piensan diferente y puede conseguir su silencio evitando que reaccionen. También genera lo que se llama la falacia del consenso, la creencia de que nuestras  opiniones  y creencias son las apoyadas por la mayoría. Este discurso sí es peligroso. Pero, según Gordon, no hay datos de que el discurso de un ciudadano particular sea igual de peligroso. Por eso, opina que medidas como que Facebook o Twitter censure la opinión de gente corriente no sirve de nada y puede ser contraproducente, incluso, al hacer pensar a esta gente que son una minoría perseguida y que están por tanto justificados  en usar la violencia para ser oídos.

El segundo artículo es un artículo reciente (lo cita Gordon) de alguien al que ya hemos traído a este blog, Hugo Mercier, a propósito de su libro, el Enigma de la Razón, con Dan Sperber. Este es un artículo académico profundo y extenso del que voy a extraer algunas ideas. Lo primero que hace Mercier es demostrar que la creencia general es que somos unos crédulos a los que demagogos y otras personas pueden fácilmente engañar. Empieza por la antigüedad pero dice que esta visión se expande y articula en el siglo XIX con las ideas de Marx y Engels de que “las ideas de las clases dominantes han sido en toda época y lugar las ideas dominantes”. En la Edad Media se supone que los campesinos aceptaron las ideas religiosas y los valores feudales de sus opresores. Tras la revolución industrial, los trabajadores aceptaron los valores capitalistas y burgueses de sus explotadores. La “tesis de la ideología dominante” se ha usado también para explicar la aceptación del sistema de castas de la India. La visión feminista sobre el Patriarcado sigue las mismas premisas. En todos estos casos los grupos subordinados parece que son ingenuos y crédulos y se supone que “interiorizan” valores que no sirven precisamente a sus intereses.

Afinando un poco más, La visión imperante de que somos unos crédulos fácilmente influenciables asume estos presupuestos, o tiene estas tres características:

1- La credulidad está muy extendida, la gente acepta fácilmente mensajes que no tienen fundamento

2- La credulidad se aplica a creencias costosas, es decir, ideas o conductas que tienen un gran coste para el sujeto, como comprar productos caros, actos de rebelión, rituales costosos, etc. No es lo mismo que nos cuenten que hay un planeta más en el sistema solar que no conocíamos y que no sea cierto a cambiar de creencias políticas o religiosas. 

3- La credulidad, la aceptación de la ideología que se difunde, se debe a la acción de la fuente que la emite. Es decir, la causa de que cambiemos de creencias son las figuras de autoridad, los líderes religiosos, los medios de comunicación, los demagogos, los programas de TV, las celebridades, etc. 

Esta visión y estos presupuestos teóricos son los que combate Mercier. Y empieza por sugerir que debemos dudar de esta visión a poco que apliquemos la lente evolucionista a la misma. Desde un punto evolucionista, que fuéramos tan crédulos e influenciables no tiene lógica. La comunicación entre dos sujetos solo puede ser evolucionistamente estable si beneficia al emisor y al receptor. Si los emisores no se benefician dejarían de emitir y si los receptores no se benefician dejarían de recibir. La credulidad implica costes graves para el receptor, porque acepta una información errónea o engañosa contraria a sus intereses. En la medida en que la comunicación es adaptativa, los humanos no deberían ser crédulos por defecto. Al contrario, deberían discriminar hábilmente entre información perjudicial e información beneficiosa. Los mecanismos que realizan esta función de filtrado de la información para que no nos engañen se han llamado mecanismos de vigilancia epistémica. Y que seamos unos crédulos no es, de entrada, una cualidad de un buen sistema de vigilancia epistémica.

El artículo de Mercier tiene dos partes. En la primera parte revisa toda la evidencia sobre el funcionamiento del sistema de vigilancia epistémica de la que disponemos gracias a estudios de laboratorio. En la segunda parte sale del laboratorio y revisa estudios históricos y de ciencias sociales. Señalo solo algunas cosas. 

Un aspecto interesante del sistema de vigilancia epistémico (informativo/conocimiento) es el llamado chequeo de verosimilitud (plausibility checking) en el que merece la pena que nos detengamos un momento. Se tiende a creer que, dado que en general la información que nos transmitimos es principalmente verdad, deberíamos tener un sistema cognitivo que se basara, por defecto, en la confianza. Este mecanismo aceptaría de entrada la información comunicada y luego más tarde se revisaría, si es necesario. Pero no es así como funcionamos y la razón es que un sistema de este tipo sería fácilmente manipulable y sometido a abusos. Dado que la gente se cree todo pues voy a contar mentiras y para cuando se den cuenta yo ya me he beneficiado. Y no funcionamos con ese sistema porque usamos nuestro conocimiento anterior para evaluar el que vamos recibiendo, eso es el chequeo de verosimilitud.  Si la información que me comunican no es compatible con mi conocimiento previo (como os puede estar pasando ahora mismo a los que estáis leyendo esto dado que os cuento unas cosas que no son las que habéis oído previamente sobre este asunto) yo voy a rechazar esa información ya de entrada, en tiempo real.

Puede haber cosas sobre las que yo no tengo un conocimiento o unas creencias previas. Si me dicen que en el lenguaje Hopi estrella se dice “monishna” pues probablemente de entrada me lo voy a creer, pero en las cosas importantes de la vida para mí (en las que tengo “skin in the game” que dice Taleb) es muy poco probable que no tenga referencias previas. Así que es muy difícil que tengamos un sesgo de exceso de confianza es temas realmente serios para nosotros. Es totalmente lógico la diferencia entre percepción e información recibida de otra persona. Imaginad que María le dice a Juan que hay un elefante en el jardín. Si Juan ve con sus ojos el elefante (puede haberse escapado de un zoo) lógicamente lo va a creer. Pero si viven en Avila, donde nuestro conocimiento previo dice que no hay elefantes, pues esa comunicación inconsistente con nuestra información acumulada  no va a hacer que la revisemos (cosa que sí haría una percepción).

Mercier dedica un espacio a tratar los famosos experimentos de conformidad de Asch o los de obediencia de Milgram. Simplemente señalaré que en los de Asch el sujeto no cambia de creencias sino que se las calla para conformarse y seguir al grupo. En los de Milgram hay análisis donde se ve que cerca de la mitad de los participantes no se creen que el cebo reciba realmente los shocks y solo un 27% creen firmemente al experimentador. Además muchos utilizan técnicas para evitar hacer lo que se les pide. Por último, es crucial que los sujetos del experimento no están sometiéndose a cualquier autoridad sino a la autoridad de la ciencia (el experimento se realizó en la universidad de Yale). Cuando se han repetido estos experimentos fuera de la universidad, en ámbitos menos “científicos”, el sometimiento a la autoridad ha sido menor. Esto quiere decir que tener una especial consideración con la ciencia puede ser racional hasta cierto punto.

Como decía, Mercier revisa datos procedentes de contextos que no son solamente estudios de laboratorio. Los puntos que él defiende son los siguientes:

  • La información comunicada influye menos de lo que sugiere nuestra visión de que somos unos crédulos.
  • la información comunicada es menos perjudicial de lo que sugiere la hipótesis de la credulidad.
  • Cuando realmente la información nos hace cambiar de creencias eso se debe al contenido de la información y no a las fuentes.

Vamos a ver el último punto con más detalle con el ejemplo de los demagogos y su carisma. Se suele atribuir el éxito de los demagogos a su carisma, a las extraordinarias cualidades que tiene una determinada persona que consiguen que arrastre a las masas. La realidad, según Mercier, es que los demagogos no son exitosos porque sean carismáticos sino que se convierten en carismáticos porque tienen éxito, es decir, porque ponen voz a deseos y creencias existentes previamente en la población. Hay ejemplos de muchos líderes que no fueron considerados carismáticos hasta llegar al poder y para llegar al poder tuvieron que adaptar su retórica a los intereses de las audiencias. El mismo Hitler en su ascensión se vio obligado a poner más énfasis en el anticomunismo que en el antisemitismo. Así que los demagogos no deben su éxito a sus cualidades personales sino a los mensajes que proponen. 

Y llegamos al anticipado tema de la propaganda. La evidencia que revisa Mercier sugiere que la eficacia de la propaganda es muy limitada. Por ejemplo, la propaganda nazi falló en muchas cosas, como en que la gente aceptara la eutanasia de los discapacitados o en que los alemanes fueran optimistas en cuanto al resultado de la guerra (avanzada la campaña). Pero, además, si no falló más veces es porque se adaptaba el mensaje a la anticipada reacción de la población. El partido comunista con Stalin, por ejemplo, cambió del internacionalismo al patriotismo. Todo esto sugiere que el éxito de la propaganda no se debe a sus métodos (dominio de los medios, repetición, argumentos falaces…) sino en gran medida al encaje de sus mensajes con las creencias preexistentes en la población. La propaganda sí es eficaz , como dice Kershaw, para construir sobre consensos previos, para confirmar o promover valores existentes o para potenciar prejuicios, pero no crearía esas cosas de la nada. Un tema que se ha estudiado es el de las creencias antisemitas en Alemania que evidentemente eran previas a los nazis. 

Todo esto es importante a la hora de tomar medidas o enfrentarnos a unas creencias perjudiciales. Si atacamos a la fuente pensando que eso va a solucionar el problema estaremos condenados al fracaso porque lo que deberíamos intentar es atacar el contenido y las creencias extendidas en la población y no a un líder o portavoz de esas creencias. Esto vale igual para LePen, Trump o cualquier líder populista de derechas o de izquierdas. No son ellos el problema sino el caldo de cultivo de creencias en la población del que se alimentan (el problema es cómo podemos intentar ese cambio de creencias si estamos sosteniendo en esta entrada precisamente que la educación y la propaganda son muy poco eficaces :) ).

Para terminar, una pregunta: si la gente no es tan crédula, sobre todo en cosas importantes que tienen un coste para ellos, ¿por qué creemos lo contrario? Una primera explicación tiene que ver con la atribución causal. Cuando vemos que una creencia es propagada por una figura prestigiosa, y mucha gente apoya esa creencia, es natural deducir que la figura causó el apoyo. Como hemos comentado, normalmente es al revés. Una prueba de que la causalidad va en la dirección contraria es que cuando prestigiosas figuras defienden creencias impopulares no consiguen que se difundan e incluso corren el riesgo de convertirse en impopulares (aunque se apoyen en un poderoso aparato de propaganda). Un segundo factor es que creer en la credulidad de la gente es una explicación sencilla para entender por qué nuestros rivales piensan de otra manera. Lo achacamos a que les han lavado el cerebro determinadas fuentes, la prensa que leen o la TV que ven, y a correr. Un tercer mecanismo es que es más visible la aceptación de información que las veces en que no cambiamos de opinión y somos conservadores. Por último, creer en la credulidad de la gente es útil políticamente. Defender que la gente es crédula es un argumento conveniente contra la democracia y contra la libertad de prensa y de expresión, una excusa par ir contra todo ello, como nos recordaba Gordon en el primer artículo que comentábamos.

En fin, un tema con muchos matices y aristas que se presta a un profundo debate. Como en todos los aspectos de la vida, las cosas no son blancas o negras y hay muchos grises. Podemos encontrar ejemplos que contradicen todo lo comentado por Gordon y Mercier pero hay muchos datos históricos que les dan la razón y si reflexionamos sobre nuestra experiencia diaria es evidente que no es fácil conseguir que cualquiera de nosotros cambiemos de opinión. Hemos hablado mucho de ello en este blog. Lo que sí es claramente más fácil es conseguir que la gente tenga miedo y se calle, pero eso es otra cuestión.

@pitiklinov

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sábado, 20 de enero de 2018

Dominancia y Prestigio, dos formas de subir en la jerarquía.

La jerarquía es ubicua en todos los grupos humanos. A lo largo de la historia, un número pequeño de gente en la cima de la misma ha disfrutado de los beneficios que conlleva un alto rango social (más recursos, autonomía, salud, felicidad y bienestar) mientras un gran número de gente se ha visto privada de esos beneficios. Consecuentemente, se ha igualado el deseo por un alto rango social a otras necesidades fundamentales como la necesidad de pertenencia social.

Un tema de investigación reciente que han trabajado fundamentalmente los psicólogos evolucionistas es la distinción entre dos tipos de estrategias diferentes para navegar las jerarquías sociales: la dominancia y el prestigio. Aunque las dos estrategias buscan conseguir un mayor rango social, hay claras diferencias entre ellas. En psicología social se ha hablado de liderazgo y de jerarquía pero son las teorías evolucionistas las que han distinguido estas dos estrategias lo que nos ayuda a entender mejor cómo regula la gente su lugar en la jerarquía y cuáles son las raíces ancestrales de las mismas. Este tema ya lo tocamos lateralmente cuando hablamos de la evolución del orgullo.

La dominancia y el prestigio reflejan distintos patrones de conducta cuyo fin es ayudar a la gente a ascender de rango social, definido éste como una elevada capacidad de influencia social. La dominancia es filogenéticamente una estrategia más antigua que compartimos con otras muchas especies. La mayoría de las jerarquías animales se regulan por la dominancia, de manera que los individuos alcanzan rango social en base a su tamaño, fuerza y capacidad para intimidar. Los más grandes y fuertes utilizan la conducta agonística, competitiva, para ascender de rango mientras los débiles y menos asertivos se quedan en los escalones inferiores. Entre chimpancés, por ejemplo, hay una marcada jerarquía y el macho alfa domina a sus subordinados por el miedo, la intimidación y la agresión directa. La dominancia a veces implica crear coaliciones para vencer al individuo en el poder pero estas coaliciones son cambiantes según las circunstancias e intereses. En la dominancia el rango social no lo conceden los demás libremente sino que se toma y se mantiene por el uso de la fuerza y la coerción.

En el caso del prestigio, por contra, el rango social es otorgado libremente. El prestigio implica mostrar cualidades y conocimiento que el grupo valora  lo que lleva a ser admirado y respetado y, en última instancia, a alto rango social. Comparado con la dominancia, el prestigio es más maleable porque las cualidades y conocimientos que los demás valoran  varían entre grupos y culturas. Por ejemplo, la inteligencia puede conferir prestigio en el mundo de la academia mientras que la fuerza o habilidad física puede darnos también prestigio en el mundo del deporte. Los individuos que tiran por la vía del prestigio suelen ser más amables y se preocupan más por el bienestar del grupo y de sus miembros. El prestigio es una estrategia filogenéticamente más reciente y, aunque se puede discutir si existe en animales, podemos afirmar que es propiamente humana porque aparece tras la llegada de la cultura. 

Aunque las dos estrategias sirven para conseguir rango social, la propensión a usar una u otra varía entre los individuos y también es posible usar las dos según las circunstancias. Pero hay datos de que las dos estrategias se caracterizan por diferentes rasgos de personalidad. Las personas que usan la dominancia son relativamente agresivos, desagradables, manipuladores y puntúan alto en la tríada oscura (maquiavelismo, narcisismo y psicopatía). Los que utilizan el prestigio puntúan más alto en autoestima, agradabilidad, necesidad de afiliación, monitorización social, responsabilidad y miedo a una evaluación social negativa. La dominancia y el prestigio también se corresponden con diferentes tipos de emociones. La dominancia se asocia con sentimientos de arrogancia, superioridad y vanidad mientras que el prestigio se asocia a sentimientos de orgullo por lo conseguido pero sin sentido de superioridad o arrogancia. Otra emoción que las distingue es la humildad, el prestigio se asocia con humildad. Por todo ello, no sorprende que la gente con prestigio es más querida que la gente dominante.

En cuanto a los correlatos fisiológicos de la dominancia y el prestigio los datos son muy limitados. Algunos hallazgos ligan la dominancia a la testosterona, aunque no siempre se ha encontrado relación entre ambas. Lo que también parece encontrarse es una relación negativa entre testosterona y prestigio lo que es consistente con la hipótesis de que el prestigio se asocia a restar importancia a la agresividad y la competitividad. Se ha hablado de que la testosterona está ligada al uso de dominancia pero no al lugar en la jerarquía, de que  ciertos rasgos faciales -como una cara más ancha- se asocian a dominancia, de que la dominancia se asocia a bajar el tono de voz y a poses expansivas, pero la verdad es que la literatura sobre los aspectos fisiológicos de la dominancia y el prestigio es muy pobre.

La gente dominante tiende a ser calculadora y ver a los demás como aliados o como enemigos, como gente que les va a ayudar o estorbar para conseguir sus fines. Tienen sed de poder porque eso les da el control de los recursos y así pueden coaccionar a otros con castigos o recompensas. Cuando se les pone en posición de liderazgo, buscan asegurar su poder aunque ello signifique sacrificar el bienestar del grupo. Por ejemplo, si les sirve para proteger su poder no compartirán información con otros miembros del grupo y se la guardarán para ellos mismos. Estos líderes dominantes ven a los individuos con talento como potenciales amenazas y les degradarán o les controlarán. En un experimento, los líderes dominantes rebajaron de categoría a un grupo con talento y eligieron en su lugar a un grupo incompetente que no suponía una amenaza para ellos. También tienden a aislar a sus subordinados y a impedir vínculos entre ellos porque las alianzas entres subordinados son vistas como potenciales amenazas. Los líderes con prestigio no muestran estas conductas que dañan al grupo sino que, al contrario, tienden a priorizar el bien del grupo y aumentan las relaciones entre subordinados. También mantienen buenas relaciones con los demás porque esas relaciones son la base de su respeto y su admiración. 

La conducta negativa y antisocial de los líderes dominantes es moderada por dos tipos de situaciones. Cuando se les garantiza la seguridad del poder entonces sí tienden a priorizar el bienestar del grupo. Y también disminuye esta conducta negativa cuando hay competición con otros grupos. Cuando su grupo compite con otro grupo externo hasta los líderes dominantes prefieren el éxito del grupo que su propio poder personal. De hecho, en tiempos de conflicto con otros grupos la gente prefiere líderes dominantes porque se les ve como apropiados para resolver esos conflictos competitivos. A lo largo de la historia, la competición con otros grupos ha implicado lucha física y necesidad de agresividad y dominancia y en estas situaciones el prestigio se ve incluso como algo negativo, lo de ser altruista por ejemplo podría minar los intereses del grupo. 

Más allá de estas distinciones que hemos señalado hay mucho que investigar con respecto a estas dos estrategias, como los diferentes mecanismos cognitivos implicados, qué factores hacen que una persona elija una u otra, las relaciones entre ambas (por ejemplo, alguien podría usar dominancia para ascender y esto podría ganarle respeto, y al revés) o la diferente orientación en el tipo de estrategia de ascensión en la jerarquía que usan hombre y mujeres. También sería muy interesante estudiar la psicología de los seguidores.  Mientras que el prestigio da lugar a aprobación social, la dominancia da lugar a sumisión. Habría que estudiar sistemáticamente a los seguidores tanto de líderes dominantes como con prestigio. 

En cualquier caso, es interesante distinguir entre dominancia y prestigio para entender los motivos, cogniciones y conductas implicadas en las jerarquías sociales. Aquí tenéis una tabla con un resumen de las características de ambas:



@pitiklinov

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domingo, 14 de enero de 2018

La Reciprocidad Indirecta

(Publicado originalmente en la Nueva Ilustración Evolucionista el 19-9-2017)

A la hora de explicar la aparición del altruismo desde un punto de vista evolutivo se suele hablar de Hamilton y de la inclusive fittness y de Trivers y de su altruismo recíproco pero se menciona mucho menos a otro autor, Richard Alexander, y su concepto de reciprocidad indirecta. En su libro de 1987, Biology of Moral Systems, el concepto de reciprocidad indirecta juega un papel estelar. Alexander afirma que los sistemas morales son sistemas de reciprocidad indirecta y que los sistemas de reciprocidad indirecta se convierten automáticamente en sistemas morales (hay que decir que Alexander se refiere con sistemas morales a guías para la acción o estándares de conducta y no se refiere a moralidad en un sentido más amplio).

Reciprocidad indirecta es aquella en la que la recompensa, pago o devolución por un favor que ha sido realizado a otro individuo no le llegará al sujeto que ha realizado el acto de ayuda de parte del individuo que se ha beneficiado de ella sino de una tercera persona o de la sociedad en su conjunto. Es decir, A ayuda a B pero no es B el que devuelve el favor sino C que ha observado cómo A ha ayudado a B. La reciprocidad directa (el altruismo recíproco de Trivers) se basa en el principio “yo te rasco la espalda y tú me la rascas a mí”, la reciprocidad indirecta es más bien “yo te rasco la espalda y tú se la rascas a otro” o “yo te rasco la espalda y otro me la rascará a mí”. Como casi todo en evolución, este concepto ya fue intuido por Darwin en el Origen del Hombre cuando dice: “los motivos del hombre para ayudar no consisten sólo en un impulso instintivo ciego sino que es muy influenciado por la alabanza o culpa de sus semejantes”.

La reciprocidad indirecta es un sistema más sofisticado porque se basa en dos aspectos muy importantes: la reputación y la transmisión de información social, ambos relacionados. En un grupo es importante saber con quién puedes cooperar y quién te puede engañar y no devolverte los factores. Y todos van a querer elegir como compañero a los que tienen buena reputación, a los que sabemos que han sido buenos cooperadores en el pasado, y van a evitar interacciones futuras con los explotadores. Los que nunca ayudan no recibirán ayuda. Esto da lugar a una situación en la que todos los miembros del grupo están monitorizando (escrutinio moral, dice Alexander) constantemente y valorando las interacciones que tienen los demás y transmitiendo esa información fundamental para tomar decisiones en el futuro por medio del cotilleo. Un sujeto puede conocer sus propias interacciones con los demás y recordar quién se ha portado bien con él y quién no, pero no puede observar todas las interacciones que tienen lugar entre los otros miembros del grupo. Por eso el cotilleo es esencial. Y conviene recordar que según Dunbar la fuerte necesidad de intercambiar información acerca de los demás (de cotillear) es la mayor presión selectiva para la aparición del lenguaje. Como dice Haigh de forma muy acertada: “para la reciprocidad directa necesitas una cara, para la reciprocidad indirecta necesitas un nombre”.

Hay que decir que Alexander se suma con estas ideas a una visión del ser humano como fundamentalmente egoísta, es decir, actos que aparentemente son altruistas no lo son tanto porque llevan implícita una ventaja para el actor aunque se materializará más adelante. Son actos egoístas en última instancia. Un gran número de experimentos económicos han mostrado que los humanos son muy propensos a implicarse en la reciprocidad indirecta y se ha visto que los que ayudan a otros son ayudados por terceras personas. Y también se ha visto que si uno sabe que se va a informar a los demás de cómo se comporta y que su actuación va a ser conocida, entonces es mucho más altruista. En este contexto, la ayuda no es un acto altruista sino una inversión en el capital social que es la reputación.

El caso es que este sistema va catalogando a los individuos en “malos” y “buenos” y un aspecto interesante es que el que no ayuda es considerado malo salvo que la persona a la que no ayuda esté ya etiquetada como mala. Si alguien está catalogado ya de malo, y eso es conocido por todo el grupo, entonces no ayudar a esa persona concreta no será considerado como un mal acto. Pero esto requiere que esa información sea conocida por todos, es decir que ese sujeto tenga una mala reputación en el grupo. También señala Alexander un matiz importante de la psicología moral humana, a saber, que los seres humanos tienden a decidir que la persona es buena o no según los actos y que no tendemos a pensar que alguien puede ser bueno en una situación y malo en otra. Es decir, atribuimos con más facilidad la virtud a la persona y consideramos que la virtud es un atributo de la persona más que pensar que la virtud es un atributo de los actos o de las decisiones (ya se sabe: si matas un perro, mataperros).

Otro aspecto es que las interacciones negativas también pueden ser reciprocadas, la retaliación es también una forma de reciprocidad. La gente tiene una gran propensión a castigar a los engañadores o explotadores. Muchas personas están dispuestas a correr con costes personales para castigar a los que rompen las normas incluso cuando a ellos no les afecta directamente lo que ha hecho esa persona, sino que simplemente lo han observado. Así que la reciprocidad indirecta implica tanto ayudar a alguien que hemos visto que ayuda como castigar a alguien que hemos visto que engaña.

Hasta ahora hemos hablado de reciprocidad y recompensas entre individuos. Pero decíamos al principio que en muchas ocasiones los que devuelven los favores son grupos de individuos o instituciones. De hecho, la mayor parte de los castigos son aplicados por instituciones. Las instituciones son herramientas que permiten a las comunidades proveer incentivos positivos y negativos. 

Otro aspecto en el que entra Alexander es en el de la selección de grupo. Comenta que el beneficio de los actos de reciprocidad puede ser únicamente el éxito del grupo. Alexander ve la moralidad como cooperación dentro del grupo en el contexto de competición con otros grupos. La letal competición entre familias, bandas y tribus sería la principal fuerza selectiva que habría modelado la evolución humana. En este contexto, los individuos tienen que equilibrar su bienestar dentro del grupo con el bienestar del grupo porque si desaparece el grupo desaparecen los individuos de ese grupo. Es sabido que Darwin tiene un famoso párrafo hablando de la selección de grupo: “No hay duda de que una tribu que incluya muchos miembros que estén dispuestos a ayudar al otro y a sacrificarse por el bien común saldría victoriosa sobre el resto de tribus; y eso sería selección natural”. También dice Darwin: “el que esté dispuesto a sacrificar su vida no dejará descendencia que herede su noble naturaleza. Por lo tanto parece poco probable (teniendo en cuenta que no hablamos aquí de una tribu que resulta victoriosa sobre otras) que el número de hombres dotados con esas virtudes pudiera aumentar por selección natural”. Si nos fijamos en el paréntesis, vemos que Darwin si cree que la competición entre grupos podría explicar la aparición de conductas altruistas. De hecho, los mejores ejemplos de altruismo ocurren en la guerra y es sabido que los mayores actos de solidaridad ocurren cuando una sociedad se ve amenazada desde el exterior. Sin embargo, hay que destacar que el modelo de reciprocidad indirecta funciona en poblaciones que o están en competición con otros grupos.

Bueno, hemos comentado algunos aspectos del concepto de reciprocidad indirecta de Alexander   que está recibiendo una atención cada vez mayor por los economistas, precisamente por el auge de Internet. Hoy en día son cada vez mayores las interacciones puntuales entre desconocidos (compras, e-comercio, etc.) y curiosamente se basan también en mecanismos de reputación (se puntúa habitualmente a los vendedores o agentes que interactúan en estas webs)  de una forma similar a la que se utilizaba con el boca a boca y el cotilleo en las sociedades de cazadores recolectores. Y de la necesidad humana de señalar lo buenos que somos y de castigar a los que realizan alguna mala acción ya ni hablamos. Para escrutinio moral el de Twitter donde sólo hay que ver los linchamientos que ocurren continuamente. Además, estamos asistiendo a una novedad que es la implicación de una institución que anteriormente no se consideraba parte de la administración de la justicia: las empresas. Se ha puesto de moda que las empresas despidan a los empleados que dicen alguna inconveniencia en las redes sociales y la justificación parece ser precisamente que la actuación de sus empleados no manche la reputación de la empresa.

@pitiklinov


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jueves, 11 de enero de 2018

El miedo a lo impredecible

Circula por ahí la idea de que el temor que le tenemos al terrorismo es irracional ya que no se corresponde con el número de muertes que origina. El tema se aborda por ejemplo en esta web donde se hacen eco de un gráfico del Sistema Nacional de Salud británico con las principales causas de muerte y sus cifras, que es muy impactante, porque las cifras de muertos por terrorismo son insignificantes:




Las explicaciones que se dan para este miedo suelen hacer referencia a que la mente humana calcula mal las probabilidades, que no somos racionales y nos dejamos llevar por las emociones y demás. Scott Alexander en su blog Slate Star Codex aborda el problema de otra manera (aprovecho para recomendar encarecidamente este blog). Nos pone un ejemplo de un argumento extremo, similar al del gráfico anterior, que encontró en una web: muere más gente aplastado por muebles, como una televisión inestable o un armario que por actos terroristas:



Pero nos cuenta que la réplica a ese gráfico anterior la encontró por Twitter (Twitter también tiene cosas buenas) donde alguien retocó el gráfico de la siguiente manera:


Visto así las cosas empiezan a tener otro aspecto. Si en vez de tomar la fecha del gráfico a partir del 11 de Septiembre de 2001 empezamos desde el 10 de Septiembre e incluimos el atentado a las torres gemelas los números cambian de forma importante. Habrá quien diga que el atentado de las torres gemelas es un hecho excepcional, un valor atípico que no debe ser incluido. Pero hay cosas en la vida donde precisamente lo atípico es lo que importa. Nadie predijo el atentado de las torres gemelas y, de la misma manera, nadie puede asegurar que no nos espera en el futuro un ataque terrorista con armas químicas o incluso con armas nucleares. Como dice Alexander, con su típico humor, después de un hipotético ataque nuclear de ISIS en Londres en 2020 volverían a aparecer páginas similares a las comentadas que dirían cosas como: “Después del ataque del ISIS contra Londres del 2020, que generó 4 millones de muertos, el terrorismo mata al año menos que las cabeceras de cama”.

El meollo del asunto es que el terrorismo produce cisnes negros y el mobiliario casero no, el primero es impredecible y el segundo no tanto, es poco probable un apocalipsis provocado por muebles. Como explica Taleb en su estupendo libro, si yo trabajo de obrero en una cadena de montaje mis ingresos van a ser constantes toda la vida (y escasos) pero si me dedico a escribir libros puede que me ocurra el milagro (un cisne negro), como fue el caso de J.K. Rowling que de estar en el paro se convirtió en la primera o segunda persona más rica del Reino Unido (aunque también hay más probabilidades de que los escritores se mueran de hambre). 

Así que es verdad que deberíamos tener más miedo a peligros de la vida diaria como meternos en la ducha. Probablemente el baño de una casa es un lugar más peligroso que un avión. Pero tampoco hay que concluir que tener miedo a lo imprevisible es irracional.

@pitiklinov 


domingo, 7 de enero de 2018

El feminismo y la violencia en parejas homosexuales

La violencia en parejas homosexuales supone un problema teórico importante para el feminismo o, en general, para la teoría de la socialización, que propone que toda la violencia de pareja se debe al machismo, el cual es transmitido por la socialización. La violencia en parejas homosexuales es, por lo menos, tan frecuente como la violencia en parejas heterosexuales y tiene las mismas características: celos, control de la pareja, riesgo mayor de homicidio cuando un miembro quiere dejar la relación, etc. Si os pusiera aquí unos casos clínicos con iniciales y sin referirme al sexo de las personas implicadas no podríais distinguir la violencia heterosexual de la homosexual.

¿Cuál es el problema? El problema es que definiciones tradicionales de machismo dicen cosas como que machismo es “la actitud o manera de pensar de quien sostiene que el hombre es por naturaleza superior a la mujer” (Wikipedia) o “actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres”(RAE). Es decir, que el machismo parece que va (en principio, ahora veremos que estas definiciones pueden estirarse) de algo que los hombres hacen a las mujeres y por lo tanto no tendría mucha utilidad para explicar algo que las mujeres hacen a otras mujeres o los hombres a otros hombres. El término violencia de género (considerado sinónimo de violencia machista) se acuñó en la Plataforma de Beijing en 1995 para explicar que se trata de una violencia específica que sufren las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Pero desde entonces ha continuado el debate a la hora de encontrar un término para la violencia que se produce en el seno de la pareja: violencia doméstica, familiar, violencia masculina contra las mujeres, etc. La más usada hoy en día en artículos científicos es violencia íntima de pareja (VIP) (Intimate Partner Violence). La OMS en 1997 la definió como “el rango de actos coercitivos físicos, psicológicos y sexuales usados contra mujeres adultas y adolescentes por sus parejas o ex-parejas”. Pero en 2002 amplió esta definición de  VPI reconociendo que puede ser perpetrada tanto por mujeres como por hombres como se ha demostrado en muchos estudios. Pero que la violencia de género es una violencia que se ejerce sobre las mujeres por el mero hecho de serlo es lugar común en todos los medios y conversaciones junto con aspectos como que es un mecanismo de control de todas las mujeres, estructural y demás. Por supuesto, se da por demostrado que el proceso de socialización de género es el que crea las diferencias actualmente existentes entre hombres y mujeres, concepto que ya critiqué en una entrada anterior.

La violencia en parejas homosexuales, en principio, se sale de este guión ya que es violencia ejercida por hombres sobre hombres o por mujeres sobre mujeres. Para entender el problema, voy a hacer una analogía. El racismo consiste en la ideología que defiende la superioridad de una raza sobre otra, o sobre otras. La violencia del Ku Klux Klan, por ejemplo, es racista porque se basa en esa ideología. Pues bien, querer explicar con el machismo la violencia en parejas homosexuales (se la suele denominar también violencia intragénero) supone un problema parecido, a mi modo de ver, a querer explicar la violencia de un blanco contra otro blanco o de un negro contra otro negro con el racismo. Algo complicado. 

Ante este problema cabe una primera solución que sería separar ambas violencias, decir que la violencia intragénero no tiene nada que ver con la de género y problema solucionado. Pero esto tiene un inconveniente considerable que consiste en que el estudio de la violencia intragénero encontraría una serie de causas multifactoriales para explicarla, causas que también se dan en la violencia de género, y que pondrían en jaque todo su edificio teórico. El feminismo tendría que defender que las explicaciones encontradas para la violencia intragénero no se aplican a la de género, cosa francamente difícil siendo iguales. Así que la otra vía que queda es decir que la violencia intragénero es una variedad de violencia de género y que son las mismas bases del sistema patriarcal machista las que también propician la violencia entre homosexuales. 

¿Cómo se puede defender esto? Yo voy a comentar dos argumentos entrelazados que maneja Carlos García en su libro La Huella de la Violencia en Parejas del Mismo Sexo, autor que se sitúa dentro de la teoría feminista. El primer movimiento es decir que la violencia de pareja no consiste  tanto en una violencia de hombres sobre mujeres sino en una violencia de lo “masculino” sobre lo “femenino”. Es decir, movemos la cuestión del sexo al género: el rechazo del patriarcado no se produce sobre la mujer sino sobre todo lo considerado femenino. Cuando le planteas este problema a la gente de la calle, lo primero que suele decir son cosas del estilo de “las mujeres homosexuales asumen el rol masculino y los gays el femenino” “los homosexuales tienden a tener el rol del sexo contrario” y otras cosas por el estilo con lo que se da por zanjado el asunto.  

Este primer movimiento tiene muchos problemas. Un primer problema sería explicar de dónde salen hombres con roles femeninos y mujeres con roles masculinos si la socialización es tan poderosa y educa desde la cuna a los niños para ser hombres y masculinos y a las niñas para ser mujeres y femeninas. Pero esto ya lo tratamos en la entrada sobre la socialización. Otros problemas son que sencillamente esto de los roles no es cierto de todos los homosexuales; es verdad que hay un subgrupo de hombres homosexuales con roles y preferencias “femeninas” y un subgrupo de lesbianas con preferencias y roles más “masculinos” pero no se puede generalizar. Además es caer en el estereotipo de que en las parejas formadas por personas del mismo sexo “uno de ellos hace de hombre y otro de mujer” algo que los homosexuales llevan mucho tiempo combatiendo. Carlos Garcia dice en su libro:

“En efecto, una de las preguntas a las que numerosas/os homosexuales se han enfrentado alguna vez y cuya formulación puede considerarse como otra microhomofobia es: ¿Quién hace de hombre y quién de mujer en vuestra relación?”

Y a continuación inserta este párrafo de Carrascosa y Saez:

“Otra convención muy implantada entre la cultura heterosexual es concebir a la pareja gay bajo sus mismos patrones, esa estupidez que nos preguntan tan a menudo cuando ven a una pareja de maricas: “Entonces, entre vosotros,¿quién hace de hombre y quién de mujer?”. Esta pregunta, por supuesto, encierra un montón de absurdas presuposiciones: primera, que los gais tenemos que reproducir la rígida y limitada cultura sexual hetero donde cada uno siempre tiene que hacer un papel (el hombre penetrar/ la mujer, ser penetrada). Segunda: que el ser penetrado equivale a “ser mujer” y que penetrar equivale a “ser hombre”. Tercera: que los heteros no se penetran entres sí.”

Así que este argumento no parece que tenga las piernas muy largas pero si lo aceptáramos deberíamos cambiar todo el planteamiento actual. En vez de hablar de violencia machista o de género deberíamos hablar de “violencia contra lo femenino” y aceptar dentro de la Ley de Violencia de Género la violencia que se cometiera tanto contra hombres y mujeres que tengan un rol femenino por parte tanto por hombres como mujeres con un rol masculino. 

Como esta solución no es satisfactoria, y a Carlos García no se lo parece, hace un nuevo movimiento que es pasar del género al poder, algo muy foucaultiano y postmoderno, y ampliar de nuevo la definición de “masculino” y “femenino”. Así que “el fenómeno de la violencia doméstica del mismo sexo ilustra que la rutina, la intimidación intencional a través d actos y palabras abusivos no es cuestión de género, sino cuestión de poder” (MIley y Renzetti). En toda relación hay un ejercicio de poder, de dominación-sumisión y la dominación estará inevitablemente asociada a características masculinas y la sumisión a características femeninas. Pero entonces, a mi modo de ver, la cosa se nos va de las manos. Como señala Viñuales: “las relaciones de poder carecen de género o de orientación sexual y nadie escapa a ellas”. O como dice García: “¿No existe dominación y sumisión en los entornos laborales o en la esfera personal entre padres e hijos, entre hermanos o entre amigos?”. Con esta consideración de lo masculino como dominación y lo femenino como sumisión explicamos todo (la violencia padre-hijo, la laboral, la de la Mafia, la de los terroristas suicidas, la violencia contra los animales…) y cuando algo explica todo es que en realidad no explica nada.

En el epílogo a su libro, García insiste en lo que comentábamos al principio de que la violencia en las parejas homosexuales tiene las mismas características que la que se produce en las parejas heterosexuales. Es violencia tanto física como sexual y psicológica y con parámetros idénticos: control, celos patológicos, amenazas, humillaciones, aislamiento, manipulación, etc. Dice: “Nos encontramos, por tanto, con que la violencia intragénero es una problemática social real cuya dinámica presenta unas características muy similares a las de la violencia de género y a la que se está proporcionando una muy escasa respuesta desde los servicios sociales y desde el tercer sector en España (…) La violencia que se produce en las parejas formadas por personas del mismo sexo se encuentra invisibilizada como consecuencia de los mitos acerca de los roles de género”. Yo, en cambio, creo que la razón de esa invisibilidad es la hegemonía del discurso feminista. La violencia en parejas homosexuales da jaque mate a la teoría feminista y su discurso.

¿Y cuál puede ser la respuesta real?. A mi entender, como ya he dicho con anterioridad, tenemos que aceptar que la violencia de pareja es multifactorial y que, además de las causas sociales y culturales, tenemos que añadir el punto de vista psicológico y biológico. Mientras no pasemos de la ideología a la ciencia no vamos a poder realizar un buen diagnóstico del problema. Y sin un buen diagnóstico no se puede plantear un tratamiento adecuado.

Referencia:

Carlos G. García. La huella de la violencia en parejas del mismo sexo. Gomilex Editorial 2017