Colaboración de Juan Medrano
Pocos autores habrá más adecuados que David Healy (Dublín, 1957) y con una mayor base para sostener la crítica del enfoque psicofarmacológico y de las empresas del sector. En particular, nuestro autor, que ejerce desde hace años en Gales y ha desempeñado diversos cargos en entidades y asociaciones relacionadas con la Psicofarmacología, es un erudito de la historia de esta disciplina, después de haber entrevistado a los más destacados de sus iniciales profesionales en un triple volumen –“The Psychopharmacologists”- que junto con la investigación y recopilación que ha realizado a lo largo de los años en diversas fuentes daría pie después a dos textos imprescindibles para comprender la preponderancia del abordaje farmacológico de los trastornos mentales: “The antidepressant era” y “The creation of Psychopharmacology”. Además, Healy ha sido un documentado perito en demandas contra laboratorios fabricantes de ISRS por homicidios o suicidios cometidos por pacientes tratados con este grupo de antidepresivos. Se da la circunstancia de que a finales de 2000, después de exponer en una conferencia sus planteamientos críticos contra estos medicamentos, vio cómo se le retiraba una oferta firme para ser profesor en un departamento de la Universidad de Toronto que contaba con una generosa subvención para investigación por parte de al menos un fabricante de ISRS. Las tribulaciones y dificultades por las que atravesó Healy en esa ocasión y su razonado alegato contra los ISRS pueden leerse en otro libro: “Let Them Eat Prozac”. También Healy se ha destacado por argumentar que el espectacular auge del diagnóstico de trastorno bipolar tiene mucho que ver con la promoción de medicamentos autorizados tratarlo, como se plasma en “Mania: A Short History of Bipolar Disorder”. Por último, Healy alerta en toda su obra crítica contra los engaños de la industria de los ensayos clínicos, a partir de la reforma de 1962 de la FDA que constituía a estos procedimientos como herramienta de valoración y validación de los nuevos fármacos, y ha sido un pionero en la denuncia de la ignominiosa práctica del ghostwriting, en virtud del cual señeras figuras de la Medicina académica firman, a cambio de sustanciosos honorarios, artículos acerca de medicamentos y de sus virtudes sin fin, que en realidad han sido redactados por escritores especializados en tan específica actividad.
Pocos autores habrá más adecuados que David Healy (Dublín, 1957) y con una mayor base para sostener la crítica del enfoque psicofarmacológico y de las empresas del sector. En particular, nuestro autor, que ejerce desde hace años en Gales y ha desempeñado diversos cargos en entidades y asociaciones relacionadas con la Psicofarmacología, es un erudito de la historia de esta disciplina, después de haber entrevistado a los más destacados de sus iniciales profesionales en un triple volumen –“The Psychopharmacologists”- que junto con la investigación y recopilación que ha realizado a lo largo de los años en diversas fuentes daría pie después a dos textos imprescindibles para comprender la preponderancia del abordaje farmacológico de los trastornos mentales: “The antidepressant era” y “The creation of Psychopharmacology”. Además, Healy ha sido un documentado perito en demandas contra laboratorios fabricantes de ISRS por homicidios o suicidios cometidos por pacientes tratados con este grupo de antidepresivos. Se da la circunstancia de que a finales de 2000, después de exponer en una conferencia sus planteamientos críticos contra estos medicamentos, vio cómo se le retiraba una oferta firme para ser profesor en un departamento de la Universidad de Toronto que contaba con una generosa subvención para investigación por parte de al menos un fabricante de ISRS. Las tribulaciones y dificultades por las que atravesó Healy en esa ocasión y su razonado alegato contra los ISRS pueden leerse en otro libro: “Let Them Eat Prozac”. También Healy se ha destacado por argumentar que el espectacular auge del diagnóstico de trastorno bipolar tiene mucho que ver con la promoción de medicamentos autorizados tratarlo, como se plasma en “Mania: A Short History of Bipolar Disorder”. Por último, Healy alerta en toda su obra crítica contra los engaños de la industria de los ensayos clínicos, a partir de la reforma de 1962 de la FDA que constituía a estos procedimientos como herramienta de valoración y validación de los nuevos fármacos, y ha sido un pionero en la denuncia de la ignominiosa práctica del ghostwriting, en virtud del cual señeras figuras de la Medicina académica firman, a cambio de sustanciosos honorarios, artículos acerca de medicamentos y de sus virtudes sin fin, que en realidad han sido redactados por escritores especializados en tan específica actividad.
Toda la carrera
de Healy como investigador y crítico puede seguirse en su página web (http://davidhealy.org), en la que existe un
amplio repositorio de sus
artículos, entre los que encontramos algunos clásicos, como “The
marketing of 5-hydroxytryptamine: depression or anxiety?” (traducido al
castellano como “El marketing
de la serotonina: ¿ansiedad o depresión?”) o “The
psychopharmacological era: notes toward
a history” (que torpemente tradujimos como “La era de la psicofarmacología:
Algunas notas para una futura historia”). Además, Healy es el asiduo y
prolífico redactor de un blog en el que recoge no solo sus
opiniones y críticas, sino también el testimonio de pacientes, es un destacado
colaborador de Rxisk.org, una web que recoge, analiza y
divulga secundarismos de fármacos, y recientísimamente ha iniciado la edición
de un boletín
mensual sobre riesgos de los medicamentos.
Pharmageddon, en último libro de Healy,
es esencialmente un compendio y una actualización de la denuncia del autor
contra las farmacéuticas, centrada en especial en los ensayos clínicos y
necesariamente polarizada en los psicofármacos, por la especialidad del autor. La
tesis de Healy es que las farmacéuticas han hackeado lo que pretendía ser el
sistema de seguridad ideado en 1962 por el senador demócrata Kefauver y lo han
pervertido. Primero, han conseguido mantener las patentes (con las que
precisamente quería acabar Kefauver, cuando puso en marcha su reforma; ver a
este respecto un reciente artículo de Greene y
Podolsky en el New England Journal of Medicine). Después han hecho suyos y
han modelado a su conveniencia los ensayos clínicos aleatorizados, con lo que en
la práctica durante años han sido los fabricantes de la llamada Medicina Basada
en la Evidencia. Entre las afirmaciones, documentadas, de Healy, hay algunas
que son tan inquietantes como vergonzantes para quienes practicamos la
Medicina.
Por
ejemplo, nadie tiene acceso a los datos “crudos” de los ensayos promovidos por
la industria. Los laboratorios los guardan y no dejan que nadie los vea, aunque
recientemente GSK, uno de los gigantes del sector ha anunciado que a partir de
enero permitirá el acceso a sus datos de profesionales debidamente acreditados
y que obtengan un permiso especial de un panel de expertos. Esta política
coincidiría con el giro que una de las grandes revistas médicas, el British
Medical Journal, quiere dar a la publicación de ensayos, al anunciar
que solo aceptará los originales cuyos autores se comprometan a facilitar datos
anonimizados de los pacientes cuando se formule una solicitud razonable al respecto. Asimismo, gozaría
del apoyo de los investigadores que realizan ensayos, a juzgar por una reciente
encuesta publicada por
la misma revista. Pero hasta la fecha, los datos de los ensayos son reservados,
propiedad del promotor, e incluso quien participa como investigador en un
ensayo solo puede ver los datos derivados de su actuación, pero no los
generales, lo que, como señala Healy, no es precisamente una práctica muy
respetable. También nos cuenta que la industria maquilla esos datos y convierte
intentos de suicidios en conceptos relacionados (por ser consecuencias de
ellos) como hospitalización o abandono del ensayo, por ejemplo. Asimismo, sesgan
la selección de pacientes, variables, etc., y dan muestras de un dominio de las
artes estadísticas.
Healy
explica hechos sorprendentes, como que con las técnicas de Fisher, el hecho de
que se registren 6 suicidios con el fármaco a estudio frente a ninguno con
placebo no representa un hallazgo estadísticamente significativo. En general,
asegura, en la valoración estadística los secundarismos pesan mucho menos que
los (supuestos) efectos terapéuticos, gracias a que los enormes N de
participantes que manejan estos ensayos y que supuestamente aumentan la
potencia del estudio pero sirven en realidad para sobredimensionar la
efectividad y diluir la toxicidad. Llegado el caso, los fabricantes no
dudan en maquillar los resultados de los ensayos, nos cuenta Healy, que aporta datos
apabullantes sobre el llamado "estudio 329", en el que se valoraba la
paroxetina en niños. Los resultados, muy desfavorables para el fármaco, fueron
hábilmente maquillados por una ghostwriter
y plasmados en artículos firmados por académicos de relumbrón. A partir de ahí,
el laboratorio promocionó fuera de indicación el producto, una actuación por la
que recientemente se le ha impuesto en EEUU una multa
por una cantidad mareante.
Asegura
Healy que los laboratorios configuran un auténtico poder; controlan toda la
investigación por su potestad de conservar los datos y por la torpeza y falta
de cintura de las agencias nacionales sobre fármacos. Y su actitud, llegado el
caso, es de presión y amenaza. El autor cuenta su propia experiencia personal
con artículos rechazados por los servicios jurídicos de revistas (incluido nada
menos que el British Medical Journal)
por miedo a demandas de los fabricantes. Más tarde, nos informa, ha conseguido
publicarlos en otros medios de menor “impacto” sin ningún problema. Pero parece
que las grandes revistas hacen bien en ser cautas y evitar publicar trabajos
que incomoden a los laboratorios, a juzgar por el caso, de este mismo año, del
danés Perner, que ha sido amenazado con acciones legales y una demanda
millonaria por el fabricante de hidroexietil almidón (HES), un producto utilizado
para la reposición de volumen sanguíneo sobre el que publicó en el New
England Journal of Medicine un estudio en el que encontraba una
asociación con fracaso renal y hemorragias potencialmente letales cuando se
emplea en pacientes con sepsis grave. Este comportamiento del fabricante, tildado
abiertamente de “bullying” en
algunos medios, puede contribuir a que el HES s popularice entre la población
general como algo más que un producto cuya aparición en la orina de deportistas
sugiere que ha sido utilizado para camuflar la toma de EPO.
A un
nivel más directo, Healy describe como ejemplo de actitud chulesca una reunión
en el Royal College of Psychiatrists,
destinada a fijar actuaciones para intentar despegarse de la industria, a la
que entre otros acudió el autor. Estuvieron presentes también representantes de
laboratorios. Uno de ellos advirtió a los distinguidos psiquiatras asistentes de
la necesidad de ser realistas y de no olvidar que a buen seguro sus planes de
pensiones estarían invertidos en acciones de farmacéuticas (no perdamos de
vista que durante años han sido un valor seguro). Bien pensado, este es un
argumento muy interesante, y que remarca la complicidad de los médicos en esta
cuestión. La industria farmacéutica es el malo necesario de toda esta historia,
el personaje cuya perversidad permite ocultar los rasgos menos favorables de
los otros dramatis personae –los
prescriptores- que olvidando sus complicidades viven cómodos en una supuesta
virtud. Y no solo se trata de que quienes extendemos recetas seamos más o menos
perpetradores de injusticias financieras por los contenidos de nuestras
peculiares y particulares inversiones para el día de mañana. Pocos están
realmente limpios de culpa, después de años de recepción de pichigüilis,
asistencia a congresos, cursos, jornadas y saraos diversos (con la
administración sanitaria haciendo la vista gorda, en el mejor de los casos). O de
retribuida participación en ensayos observacionales.
El éxito
de la promoción de los fármacos y de la idea de que la actitud terapéutica ante
cualquier enfermedad o factor de riesgo es necesariamente farmacológica ha
conducido a un gasto en la partida medicamentosa escandaloso no solo por su
cuantía, sino por la falta de rigor en cuanto al uso de los fármacos. El
reciente éxito editorial en Francia de Debré y Even con su “Guide des 4000 médicaments utiles, inútiles
ou dangereux”, sobre el que se ha hecho eco la prensa española (ver por
ejemplo una reseña de El
Mundo), ha servido para revelar la influencia de la industria
farmacéutica y lo desordenado de la prescripción su país, donde se consumen más
antibióticos que en cualquier otro de la UE, salvo Grecia, y cuyo gasto
porcentual en fármacos supera al de Alemania o el Reino Unido (aunque queda por
debajo del de Irlanda o Hungría. Dado que la reseña del British Medical Journal de donde se extraen estos datos no
menciona a España, habrá que deducir que nuestro gasto es menor que el de estas
naciones y podremos por ello consolarnos con el mal de muchos).
Conocemos
también de la mano de Healy algunas cuestiones curiosas, como que una de las
ventajas que supuestamente aportaba la olanzapina cuando fue presentada ante la
FDA es que provocaba una menor dislipemia que otros antipsicóticos, algo que es
más que dudoso y que Healy considera una manipulación de los datos. Otra
anécdota es que la duloxetina fue concebida y comercializada inicialmente para
la incontinencia urinaria y solo después de comprobado el riesgo arritmogénico
de d-fluoxetina (que era la verdadera apuesta de futuro del fabricante en el
mercado de la farmacoterapia para la depresión) se optó por “rescatar” a la
duloxetina para que llegara a ser el antidepresivo comercialmente exitoso que
es en la actualidad.
Pero
además de criticar las andanzas y artes de las farmacéuticas, las ventajas que
les depara el sistema de patentes y la complicidad gustosa de los
prescriptores, que mantienen el privilegio de ser los intermediarios necesarios
en el mercado de los fármacos, Healy se ataca al modelo actual de la Medicina Occidental,
que parece aspirar a tratar factores de riesgo más que enfermedades. Una
Medicina normativa que entiende de números (resultados de análisis, por
ejemplo) más que de los problemas de las personas. Evoca así las reflexiones de
Petr Skrabanek, otro irlandés (de adopción en este caso) que denunció hace unos
15 años “La muerte de la Medicina con
rostro humano”. La actual Medicina, que entiende de concentraciones
séricas, de valores normales, de factores de riesgo, deja al sufrimiento humano
en un segundo plano y el médico, en una práctica sustentada por esa filosofía,
puede ser perfectamente reemplazable por un ordenador. La quintaesencia son,
precisamente, los ensayos clínicos, en los que el investigador vive una
relación clínica con el paciente presidida por los cuestionarios, las escalas,
lo normativizado, y deja de lado por completo a la persona de su paciente. A
este respecto cuenta Healy la anécdota de un galeno que seguía en un ensayo
clínico a un paciente al que entre dos visitas se le amputaron ambas piernas,
sin que el médico, más atento a formularios y pantallas, se diera cuenta de
ello hasta que el paciente se lo hizo notar.
Cualquier
reflexión crítica sobre la práctica sanitaria acostumbrada debe ser bienvenida,
y Healy es asiduo a la hora de sacudir la conciencia profesional de los
psiquiatras. Uno siente por ello una especial simpatía por el autor irlandés.
Sin embargo, algunos contenidos de Pharmaggedon
incomodan. Hay algún gazapo aislado que defrauda al lector por cuanto resta
peso y trascendencia a las afirmaciones del autor. Por otra parte, la crítica del
generoso uso de las estatinas no aporta, ni de lejos, datos tan suculentos,
como se ofrecen acerca de antidepresivos o antipsicóticos. Tal vez ello se deba
a que las estatinas no forman parte –hoy por hoy- del arsenal terapéutico de la
Psiquiatría, aunque hay que decir que se ha sugerido que las estatinas, que
como fármacos panacea tendrán pocos rivales, podrían tener una acción antidepresiva. Pero
el uso extremo de las estatinas, apoyado en la teoría colesterolémica de los
infartos de miocardio y en los hallazgos numéricos de los estudios
epidemiológicos, es más que discutible. Este mismo año, JAMA recogía una editorial de Redberg and
Katz que concluía que no existe una base científica para el uso de estos
medicamentos en varones de 55 años con hipercolesterolemia que no tengan otros
factores de riesgo como hipertensión o antecedentes familiares, en especial
teniendo en cuenta que estos productos, como cualquier otro fármaco, tienen
efectos secundarios, entre los que mencionan los cognitivos y la diabetes
(citan también de pasada los musculares, a veces erróneamente identificados
como anergia depresiva). Para estos autores, “por cada 100 pacientes con hipercolesterolemia que tomen estatinas
durante cinco años, se prevendrá un infarto de miocardio en uno o dos pacientes”,
lo que a pesar de ser “un resultado significativo”
supone también que “un paciente
desarrollará diabetes y que al menos un 20% experimentarán síntomas
discapacitantes como debilidad muscular, fatiga o pérdida de memoria”.
También
echa uno en falta alguna reflexión sobre la sobreprescripción de metformina, un
medicamento que ha pasado de ser considerado peligroso por el riesgo de
acidosis láctica a ser prescrito con una frecuencia que apabulla, a pesar de
que un reciente metaanálisis
de Boussageon y colaboradores llega a la sorprendente conclusión de que no
puede excluirse que el fármaco se relacione con una reducción del 25% o un
incremento del 31% en la mortalidad por cualquier causa o con una reducción del
33% o un incremento del 64% de la mortalidad cardiovascular. Vamos, que la
tendencia actual a desenfundar, casi automáticamente, metformina, no está
precisamente sustentada por la llamada Medicina Basada en la Evidencia.
Volviendo
a Pharmaggedon, las lagunas que
citamos y el tono partisano con que se expresa el autor, desvirtúan un tanto el
valor del libro. En particular resulta chocante que Healy asegure que los
fármacos nuevos son más tóxicos que los antiguos, sin aportar datos
concluyentes (o al menos los que facilita no se lo parecen a quien suscribe). En
el grupo de los antidepresivos los ISRS son menos eficaces que los tricíclicos,
y los antipsicóticos "atípicos" no han mejorado sustancialmente los
resultados de los "típicos", como revelan estudios ya clásicos como el
CATIE o el CuTLASS, pero de ahí a decir que además de relativamente
decepcionantes son más tóxicos o peligrosos hay un largo trecho. A este
respecto, por cierto, un reciente preprint compara antipsicóticos
típicos y atípicos para terminar concluyendo que no se pueden alcanzar
conclusiones válidas por cuestiones estadísticas, metodológicas e incluso relacionadas
con las escalas utilizadas en los estudios. Parece que el haloperidol es,
efectivamente, más incisivo y que la olanzapina produce más síndrome metabólico
y es más activa (o menos perjudicial) sobre los síntomas negativos, pero los
autores no pueden afirmar mucho más. Otro ejemplo de que o bien falla la metodología
de investigación o bien falla síntesis ulterior de los resultados.
A pesar
de sus fallos, Pharmaggedon, como
toda la obra crítica de Healy, es un aldabonazo para que las conciencias de los
psiquiatras (y en esta ocasión, de todos los médicos) revisen sus prácticas,
sus complicidades explícitas o implícitas e incluso la filosofía asistencial
que subyace a su actividad cotidiana. Aunque solo sea por eso merece nuestro
aplauso.
David Healy: Pharmageddon. Berkeley: University of
California Press, 2012
ISBN:
9780520270985
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