Esta entrada es un pequeño resumen del libro de Michael J. Sandel del mismo título. Es un libro que aborda un tema enormemente complejo sobre el que es imposible dar soluciones tajantes de blanco o negro porque implica cuestiones muy difíciles sobre cómo deberíamos organizar nuestras sociedades. Pero creo que aporta ideas y reflexiones interesantes y abre un debate que merece sin duda la pena.
La meritocracia y sus problemas
El término meritocracia se refiere al gobierno por parte de los mejores y en general a la adjudicación de las jerarquías en base al mérito. La palabra fue inventada por Michael Young, un sociólogo británico afiliado al partido laborista en su libro de 1958 The Rise of the Meritocracy. Sandel plantea en el libro que la meritocracia tiene un lado positivo y un lado negativo. El lado positivo es que es evidente que si buscamos un fontanero o un dentista nos interesa que la persona que nos atienda sea competente y esté cualificada y haya sido elegida para desempeñar su profesión por sus méritos y capacidades. En ningún lugar del libro se muestra Sandel contrario a considerar que los méritos y los talentos merecen un reconocimiento y la valoración de la sociedad. También va unida a la meritocracia una filosofía de la vida que valora el esfuerzo, que anima a estudiar y a trabajar para conseguir el éxito en la vida. Esta filosofía tiene una parte inspiradora y positiva.
¿Cuál es entonces el lado oscuro de la meritocracia? Según Sandel, la meritocracia tiene dos problemas, más un tercero del que luego vamos a hablar en otro apartado. El primer problema es que la situación de partida no es igual para todos y todas las personas no tienen las mismas oportunidades en la vida. Por ejemplo, los padres adinerados son capaces de transmitir sus privilegios a sus hijos dándoles ventajas educativas y culturales que les permiten ser admitidos en las universidades con respecto a los alumnos de clases más pobres. Por citar sólo un dato de los muchos que da Sandel sobre el sistema educativo estadounidense, en las universidades de la denominada Ivy League (que incluye a las universidades de Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth College, Harvard, Pensilvania, Princeton y Yale, algunas de las más prestigiosas de Estados Unidos) hay más estudiantes que pertenecen al 1% de las familias con más ingresos del país que al 60% con menos ingresos.
El segundo problema lo sintetiza el propio Sandel en esta entrevista:
“El segundo problema de la meritocracia tiene que ver con la actitud ante el éxito. La meritocracia alienta a que quienes tienen éxito crean que éste se debe a sus propios méritos y que, por tanto, merecen todas las recompensas que las sociedades de mercado otorgan a los ganadores.
Pero si los que tienen éxito creen que se lo han ganado con sus propios logros, también tienden a pensar que los que se han quedado atrás son responsables de estar así.
Así que el segundo problema de la meritocracia es un problema de actitud ante el éxito que lleva a dividir a las personas en ganadores y perdedores. La meritocracia crea arrogancia entre los ganadores y humillación hacia los que se han quedado atrás”.
Esa filosofía que he mencionado antes conduce a lo que se llama la Falacia del Mundo Justo de la que ya hablé en esta otra entrada. Básicamente se trata de la idea de que todos tenemos lo que nos merecemos y que la pobreza y el fracaso es responsabilidad de los propios pobres y fracasados. Esto genera un mundo de vencedores y ganadores que quiebra la solidaridad necesaria en toda sociedad. Si todo el que trabaja duro triunfa, los que no triunfan no pueden culpar a nadie más que a ellos mismos y no tenemos que preocuparnos de la desigualdad ni de ayudar a los que fracasan: es su problema. Este es el lado duro de la meritocracia.
Pero esta división no es un problema sólo para los desfavorecidos o los que se quedan atrás sino que es algo que favorece la aparición de populismo y genera tensiones que ponen en riesgo a la sociedad en su conjunto. Se generan tensiones entre las élites (con títulos universitarios) y las clases trabajadoras (sin ellos): si no has ido a la universidad y estás pasándolo mal en la nueva economía, la culpa de tu fracaso es sólo tuya. Esto resulta insultante para muchos trabajadores y se encuentra detrás, según Sandel, del apoyo a líderes populistas como Donal Trump. Dice Sandel en la entrevista:
“Y una de las formas más potentes y poderosas de reaccionar contra eso es la acción violenta y populista contra las élites. Muchos trabajadores sienten que las élites los desprecian, que no los respetan, no respetan el tipo de trabajo que hacen…
…ese sentido de humillación que surge al sentir que las élites te menosprecian, que consideran que tú eres el culpable de tu propio fracaso y que si ellos tienen éxito es porque se lo han ganado. Eso creó la ira y el resentimiento al que apelaron figuras populistas autoritarias como Donald Trump”.
¿Merecemos nuestros talentos?
Aparte de los dos problemas mencionados, existe un problema filosófico de fondo que es el del estatus moral de los talentos o las capacidades de cada uno. Asumimos que nuestros talentos determinan nuestra trayectoria en la vida y que nos merecemos las recompensas que obtengamos por ellos pero, ¿es esto justo?
Las capacidades que cada uno de nosotros tengamos (inteligencia, belleza, talento musical, creatividad, etc) son producto de la suerte. Si no nos parece justo que nos beneficiemos de la suerte de haber nacido en una familia rica, tampoco deberíamos considerar justo beneficiarnos de la suerte de tener un talento que la sociedad valora. Nada de eso es mérito nuestro. La meritocracia se basa en la idea de que el éxito es mérito nuestro pero reconocer que nuestros talentos no son méritos nuestros complica mucho el cuadro.
Una forma de salir de este laberinto sería apelar al esfuerzo, el famoso “si quieres, puedes”, si te esfuerzas y trabajas, tú también puedes ser Messi, Usain Bolt, un compositor como Mozart o Paul McCartney, o LeBron James. Esto sencillamente no es cierto y hablamos de ello en la entrada sobre la Parábola de los Talentos. Por otro lado, la propia capacidad de esfuerzo es un rasgo de personalidad, no algo que se enseña. La capacidad de autocontrol también es altamente heredable.
Así que aunque partamos de una igualdad de condiciones económicas y sociales, los vencedores serían los que tienen un mayor talento (deportivo, intelectual, artístico, etc.) y estas diferencias en talento son tan arbitrarias desde el punto de vista moral como las diferencias de clase. Así que ni en esas circunstancias estaríamos en una sociedad justa ya que nos quedarían por resolver las diferencias en las capacidades naturales. ¿Qué hacemos con este problema?
Una alternativa es la que propone Kurt Vonnegut en su relato “Harrison Bergeron” donde imagina un futuro distópico en el que los que tienen mayor inteligencia, fuerza física, o belleza tienen que vestir disfraces y ocultar sus ventajas naturales. El filósofo John Rawls es uno de los autores que ha tratado este asunto y él propone una redistribución de las ganancias desde los que tienen mayores talentos naturales a los menos favorecidos. Propone que la sociedad valores esos talentos porque sus productos son muy beneficiosos para la sociedad en su conjunto pero que se produzca una redistribución de los que ha tenido más suerte hacia los que han tenido menos.
Soluciones a la Tiranía del Mérito
Si la meritocracia es un problema, ¿cuál es la solución? ¿Tenemos que contratar a la gente por el parentesco, la amistad o cualquier otra consideración en lugar de por su capacidad para realizar el trabajo? No. Superar la tiranía del mérito no significa que el mérito no deba jugar ningún papel en la adjudicación de puestos de trabajo o de roles sociales. Se trataría más bien de repensar la manera en la que concebimos el éxito y Sandel propone dos campos en los que esta reflexión es especialmente necesaria: la educación y el trabajo.
Con respecto a la educación voy a decir muy poco. Es evidente por los datos que da Sandel -como el que ya hemos mencionado- que la Universidad perpetúa las diferencias de clase y las desigualdades. Resumiendo mucho el capítulo que Sandel dedica a este dominio, lo que el autor propone es que las admisiones a las universidades se realicen por sorteo o lotería. Esta propuesta no ignora el mérito por completo ya que sólo los cualificados son admitidos pero trata el mérito como un umbral y no como un ideal que hay que maximizar. La mayoría de los alumnos que aspiran a ingresar en la universidad están cualificados y cumplen unos requisitos mínimos por lo que las plazas se adjudicarían por sorteo. Esto favorecería el que nadie se creyera superior a nadie porque todos sabrían que están ahí por la suerte de una lotería.
Con respecto al mundo laboral me ha parecido muy interesante la propuesta de Sandel de recuperar la dignidad del trabajo y me voy a extender un poco más. Hubo un tiempo -desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 70 del sigo pasado- en el que era posible sin un título universitario encontrar un buen trabajo, mantener una familia y llevar una vida confortable de clase media (estamos hablando de EEUU pero, aunque las fechas pueden variar, creo que es aplicable a otros lugares). En las últimas cuatro décadas, lo que los economistas llaman el “premio universitario” se ha doblado. En 1979 los graduados universitarios ganaban un 40% más que los graduados de escuela secundaria (high school); en la década de los años 2000 ganaban un 80% más.
La globalización ha beneficiado a las personas con estudios superiores y ha perjudicado a los que no los tienen. De 1979 a 2016, los empleos en la industria manufacturera en EEUU han caído de los 19,5 a los 12 millones. En los años 70 el CEO de una gran compañía ganaba 30 veces más que un trabajador medio; en 2014 ganaba 300 veces más. Los ingresos medios de los trabajadores varones se han estancado en el último medio siglo.
Así que no es extraño que los trabajadores estén descontentos. Pero el problema económico no es la única fuente de este malestar. Hay un problema más grave e insidioso que esta meritocracia educativa ha traído consigo: la erosión de la dignidad del trabajo. Al valorar los estudios -el “cerebro”… el trabajo intelectual o de ordenador frente al manual- se desvaloriza a los trabajadores que no los tienen. Se les está diciendo que el trabajo que ellos realizan es menos valioso y contribuye menos al bien común que el de las personas con estudios superiores y se merece por tanto menos reconocimiento social y menos estima. Los que se han quedado atrás por culpa de la globalización no sólo es que estén peor económicamente sino que sienten que el trabajo que realizan ya no es fuente de estima social y que no contribuyen al bien común. Muchos de estos trabajadores son, como decíamos, los que votaron a Trump. Han aumentado lo que se llaman muertes por desesperación (suicidio, sobredosis y alcohol) y a Trump en 2016 le fue muy bien en lugares con las tasas más altas de muertes por desesperación.
La forma en la que una sociedad valora y recompensa el trabajo es esencial para la forma en la que define el bien común. Y esto lo hemos visto precisamente en este pandemia. Han sido los trabajadores esenciales (cajeras, transportistas, etc.) las que han mantenido la sociedad funcionando y tal vez no hemos sido muy conscientes de este problema de reconocimiento y dignidad del trabajo del que habla Sandel. Decía Martin Luther King Jr.:
“Algún día nuestra sociedad llegará a respetar a los trabajadores de la limpieza si quiere sobrevivir, ya que la persona que recoge nuestra basura es, en última instancia, tan importante como el médico, ya que si no hace su trabajo, las enfermedades proliferan. Todo trabajo tiene dignidad”.
Dice Sandel en la entrevista:
“La experiencia de la pandemia proporciona una posible apertura para un debate público sobre lo que realmente es una contribución valiosa al bien común, más allá del veredicto del mercado laboral. Aquellos de nosotros que tenemos el lujo de poder trabajar desde casa nos hemos dado cuenta de lo mucho que dependemos de algunos trabajadores a los que a menudo pasamos por alto. No se trata sólo de aquellos que trabajan heroicamente en los hospitales cuidando a los pacientes de Covid, sino también de los trabajadores de reparto, los empleados en almacenes, el personal de supermercados, los conductores de camiones, los proveedores de atención médica a domicilio, los cuidadores de niños… Ninguno de esos trabajos es de los mejor pagados.
Y, sin embargo, ahora reconocemos a los que los hacen como trabajadores esenciales, como trabajadores clave. Así que la experiencia de la pandemia podría ser el comienzo de un debate público amplio sobre cómo reconocer la importancia del trabajo y las contribuciones a la sociedad que esas personas hacen.
Lo que Sandel propone es crear un mercado de trabajo con unos sueldos que permitan vivir de forma digna a los trabajadores, crear una familia, etc., y que reconozca la dignidad de todos los puestos de trabajo porque eso genera cohesión social mientras que no hacerlo genera división y enfrentamiento. La meritocracia nos hace creer que todo lo que tenemos es mérito nuestro e impide que nos sintamos todos miembros de una comunidad con la que estamos en deuda. No nos hacemos a nosotros mismos ni somos autosuficientes. Como dice al final de la entrevista:
“No debemos convertir la educación sólo en un instrumento de progreso económico, porque eso privará a nuestros hijos del amor por el aprender por el placer de aprender. Y otro aspecto importante que debemos inculcarles es que si tienen éxito el día de mañana será en parte gracias a su propio esfuerzo, pero en parte gracias también a sus maestros, a su comunidad, a su país, a los tiempos en que viven, a las circunstancias, a las ventajas de las que hayan podido disfrutar...
Enseñar a nuestros hijos que su éxito sólo es resultado de su propio esfuerzo podría hacerles olvidar que están en deuda con los demás, incluida su comunidad. Debemos criar niños que tengan un sentido de gratitud y humildad cuando tengan éxito”.
@pitiklinov