domingo, 22 de mayo de 2016

Suspicious Minds

Colaboración de Juan Medrano


We can't go on together
With suspicious minds (suspicious minds)
And we can't build our dreams
On suspicious minds

                                           (Letra y música de Mark James; interpretada por Elvis Presley)
Rob Brotherton es un psicólogo, profesor universitario, especialmente interesado en las teorías conspiratorias, a las que dedicó su tesis doctoral, así como un libro “Suspicious Minds”, Bloomsbury, 2015) y un blog sobre la materia, creado y mantenido con otros tres psicólogos tan apasionados por el tema como él. El mensaje que se desprende de sus estudios y reflexiones es que todos los seres humanos tenemos algo de conspiranoicos (“conspiracy theorists”), solo que algunos lo disimulan mejor. Dicho de otra manera, la tendencia a establecer conclusiones tan atropelladas como apasionadas como para elaborar una teoría conspiranoica, o a basarse en datos aislados, inconexos o elegidos cuidadosamente para sustentar estas creencias, es un rasgo humano. Tal vez haya individuos más dotados para ello, pero en nuestros esquemas mentales –en los esquemas mentales de todas las personas- existe la base para edificar las creencias más peregrinas.

Porque, efectivamente, las creencias peregrinas son muchas y variadas. Brotherton recorre algunas de ellas en un capítulo introductorio en la materia y salpica su exposición de muchos ejemplos: la supuesta conspiración de los protocolos de los Sabios de Sion, una historia absurda y novelística hábilmente explotada por la policía zarista, entre cuyos efectos puede citarse sin error al Holocausto; el complot detrás del asesinato de Kennedy; la falsa llegada a la Luna; las supuestas manipulaciones para dominar el mundo del Foro Bildelberg (la reunión de las 130 personas más influyentes del mundo, en cuyas reuniones, a las que se asiste por invitación, está prohibido llevar calcetines blancos, talmente como se recoge entre las exclusiones de las instrucciones a autores del Txori-Herri Medical Journal); o las propuestas de David Icke, según las cuales una sociedad secreta de élites políticas, económicas y monárquicas consanguíneas, descendientes de los reyes de Sumeria, que controla a la humanidad y persigue la instauración de un gobierno mundial de orientación fascista y que fue instaurada hace milenios por una raza de reptiles alienígenas, creencia que no solo sostiene sin ponerse ni rojo, sino que cuenta con numerosísimos adeptos a lo largo y ancho del mundo.

Ahora bien, estas teorías resuenan y tienen éxito porque se acomodan a las características de nuestra mente, del software mental que emerge del -y es compatible con- el hardware cerebral con el que venimos equipados de fábrica los seres humanos, una maquinaria que se adapta y expresa nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras presunciones acerca de cómo es el mundo y de qué oportunidades y riesgos nos esperan o nos acechan en él, maquinaria pulida por millones de años de selección natural, y de la que nos es imposible trascender o prescindir. En este sentido, una vez reconocemos a la conspiranoia como inherente a la naturaleza humana, el éxito de todas estas teorías conspiranoicas se convierte en un punto de partida para explorar y descubrir cómo leemos los humanos el mundo y cómo está articulada nuestra cognición. La preeminencia de estas teorías no se debe, pues, a canales ultrarrápidos de comunicación (Internet, redes sociales) que las expanden y enriquecen, sino a que caen sobre el terreno abonado de la forma en que está configurada nuestra forma de estar en el mundo y relacionarnos con él.
Algunos de los elementos que potencian la creencia en conspiraciones tienen un matiz afectivo. Así, para Brotherton, el auge de los movimientos antivacuna y su disposición a pensar que estos procedimientos médicos acarrean todo tipo de complicaciones, que a pesar de ser conocidas por gobiernos y fabricantes, son negadas exponiendo a la población a riesgos terribles, tienen que ver con la necesidad de proteger a los más desvalidos de nuestros seres qu
eridos: los bebés y niños más pequeños.

Pero el grueso de los mecanismos explorados por el autor son de naturaleza cognitiva y, como ha quedado dicho, basados en la estructura de nuestros mecanismos mentales. De esta manera, cabe decir que los seres humanos, todos, tenemos una cierta disposición al pensamiento conspirativo, que debería conceptualizarse como un rasgo como cualquier otro, una dimensión, que en algunos individuos será más acusada que en otros.

El mundo es caótico, potencialmente amenazante. La incertidumbre genera inseguridad, por lo que antes que asumir el caos es preferible tener la impresión de que alguien lo controla. Este control compensatorio puede explicar algunas creencias religiosas (la creación, la providencia). Que alguien, para bien o para mal, controle el mundo, es más seguro que vivir en él con la impresión de que es algo incierto.

Otro elemento sobre el que se asientan las teorías conspiratorias es la llamada paranoia prudente. Los seres humanos tendemos a la sospecha, y esa sospecha suele ser provechosa, ya que nos protege en el duro ecosistema social frente a posibles abusos y agresiones. El problema es que este rasgo, adaptativo en sí, puede asentar sobre prejuicios y presunciones a las que potenciará. Si se parte de la idea de que ciertos colectivos humanos son ladinos, o vagos, o intolerantes… la paranoia prudente puede volverse incendiaria (e imprudente) al sustentar y consolidar las creencias.

Por otra parte, las teorías conspirativas tienen la virtud de que son sencillas, simplifican la complejidad de la realidad, haciéndola más fácil de comprender. Al explicar lo inexplicado (o inexplicable) estas teorías eliminan el azar, tan difícil de tolerar por nuestra mente. Y quien da en primer lugar con la teoría explicativa adquiere así la categoría de sabio, de profeta, de guía, para una colectividad que sigue sus pasos y explicaciones.

Un rasgo humano más que favorece el éxito de las teorías es la dificultad que tenemos los seres humanos para entender y apreciar nuestra ignorancia y, por lo tanto, de asumirla. La ignorancia no suele ser fruto de la falta de datos o de conocimientos, sino de la existencia de datos y conocimientos incompletos que el individuo articular según criterios no siempre razonables. Pero una vez que alcanzamos conclusiones (o que las elaboramos con una lectura parcial de datos o una búsqueda incompleta en Google), nos aferramos a ellas, porque nadie quiere ser ignorante y pocas situaciones son más opacas a la introspección que la falta de conocimiento. Quien más, quien menos, quiere –necesita- sentir que sabe, y las teorías conspirativas, al rellenar huecos satisfacen estos requerimientos.

Un dato de interés es que las teorías conspirativas siguen esquemas y temas comunes, son variaciones –como la literatura o el cine- de temas maestros que parecen constituirse como arquetipos temáticos en nuestra mente. Entre ellos, por ejemplo, Brotherton destaca la lucha del desfavorecido, del Mindundi, contra el poder. Ese donnadie que alcanzará el éxito a través de su esfuerzo, sobreponiéndose al poderoso, despierta la simpatía del humano, y cualquier lectura del mundo que entrañe la pugna del débil frente al poderoso partirá con ventaja a la hora de constituirse como explicación plausible, por muy conspiranoica que sea. Como exitosa será cualquier hipótesis o propuesta que refleje la sempiterna diferencia entre “nosotros” (virtuosos) y “ellos” (nuestros rivales reales o figurados, siempre malintencionados y dispuestos a perjudicarnos”. Una conspiranoia con unos “ellos” fácilmente identificables calará con facilidad.

Un capítulo aparte debe dedicarse a los errores cognitivos que fomentan las explicaciones irracionales. Los seres humanos no somos conscientes de lo imperfecto de nuestras percepciones; saltamos por ello con facilidad a conclusiones apresuradas, conectando mental y lógicamente puntos que carecen de tal hilazón. Igualmente, estamos programados para inferir causas donde hay coincidencias; sin duda este es un sesgo que ha resultado adaptativo a lo largo de la historia de nuestra especie, porque permitió pensar que un ruido en el bosque podría ser efecto de un depredador amenazante más que una casualidad, y quienes hemos llegado hasta aquí somos los descendientes de quienes por pensar así eludieron la amenaza al poner pies en polvorosa al oír quebrarse una rama. Pero colateralmente, este mecanismo favorece que determinadas coincidencias sean interpretadas como señales de que algo oculto se cuece, de que un determinado acontecimiento no es fruto del azar, sino que existe algo que lo ha puesto en marcha. Ese algo, además, tiene un elemento intencional, porque los atribuimos intención a los fenómenos que observamos. Si identificamos al agente que los ha podido causar, creeremos que su acción ha sido deliberada; si no lo identificamos, lo buscaremos y le conferiremos intencionalidad: los dioses enviaban castigos en la Antigüedad; hoy, detrás de un hecho trágico, están los intereses alevosos de corporaciones o poderosos no siempre identificados. A ello contribuye también la siempre sutil proyección, que permite que traspasemos nuestros perjuicios, ambiciones y hostilidades al conjunto de los seres humanos, creando un falso consenso y fomentando que quien tiene una visión conspiranoica del mundo crea que el mundo está articulado como tal.

Otro sesgo cognitivo relevante es el de la proporcionalidad. Brotherton expone diversos experimentos que demuestran que los humanos esperamos que detrás de grandes fenómenos se escondan grandes causas. No podemos aceptar de salida que la muerte de un mandatario sea el resultado de la acción de una persona aislada y más o menos desequilibrada, y tenderemos a ver detrás del magnicidio una conspiración de elementos proporcionados a la relevancia del fallecido: grandes corporaciones, la Mafia, potencias enemigas, el partido rival… No puede haber, pues, daño grande que no venga causado por un agente proporcional al daño.

Rematan y consolidan las lecturas conspiranoicas los sesgos de confirmación y la búsqueda del resultado que confirma la creencia, fenómenos que pueden apreciarse en marcos tan supuestamente racionales como los debates científicos. Si las hipótesis y los debates se basan en una lectura sesgada de los resultados o en un “cherry-picking” de los datos de la experimentación, no es porque los investigadores o académicos sean especialmente perversos o manipuladores en la defensa de sus posiciones: es –simplemente- porque son humanos y los humanos funcionamos así, no solo cuando tenemos intereses especiales que defender, sino cuando tratamos de asegurar nuestra visión del mundo y defendernos del azar, de la incertidumbre, del riesgo de un mundo que quisiéramos más ordenado y predecible.

¿Será posible orientarnos en el caos, encontrar la sucesión de acontecimientos que llevan a los fenómenos que observamos? ¿Debe prevalecer el escepticismo, o no nos equivocamos cuando nos ponemos conspiranoicos? Al analizar el fundamentalismo antivacunaciones, Brotherton contrapone el vergonzoso experimento de Tuskegee que siguió la historia natural de la sífilis en varones de raza negra que podían haber sido tratados, como ejemplo de que la realidad a veces se pone a la altura de las teorías conspirativas más extremas. Y, ciertamente, si hemos llegado hasta aquí debe ser porque a la larga, y tal vez a la corta, la paranoia prudente, la denegación de nuestra ignorancia, los sesgos de intencionalidad, proporcionalidad, la proyección y un ockhamismo extremo que hace que nos decantemos por las explicaciones sencillas, son ventajosas para el individuo y para la especie. Ser conscientes de ellos debería ayudarnos a atemperar nuestra tendencia a leer con rapidez extrema la realidad, armados de un escepticismo igualmente prudente. No debemos perder de vista que como decía Benjamín Franklin, citado por el propio Brotherton, una de las ventajas que tiene el Ser Humano en tanto que criatura razonable es que uno puede encontrar razón para cualquier cosa a la que desee encontrársela. Como bien percibía D. Benjamín, ser razonable, a la luz de nuestra disposición conspiranoica, puede ser no mucho más que tener la capacidad de retorcer la realidad para buscarle una explicación.

Colaboración de Juan Medrano










2 comentarios:

  1. Magnífica idea estudiar el sesgo de la causalidad en la mente humana.

    "Los seres humanos no somos conscientes de lo imperfecto de nuestras percepciones; saltamos por ello con facilidad a conclusiones apresuradas, conectando mental y lógicamente puntos que carecen de tal hilazón. Igualmente, estamos programados para inferir causas donde hay coincidencias; sin duda este es un sesgo que ha resultado adaptativo a lo largo de la historia de nuestra especie, porque permitió pensar que un ruido en el bosque podría ser efecto de un depredador amenazante más que una casualidad, y quienes hemos llegado hasta aquí somos los descendientes de quienes por pensar así eludieron la amenaza al poner pies en polvorosa al oír quebrarse una rama. Pero colateralmente, este mecanismo favorece que determinadas coincidencias sean interpretadas como señales de que algo oculto se cuece, de que un determinado acontecimiento no es fruto del azar, sino que existe algo que lo ha puesto en marcha."

    Aristóteles, que siempre me había parecido tan aburrido (al fin y al cabo, su materialismo no llegó a descubrir el método científico) me sorprendió cuando, leyéndolo con más atención, encontré esto:

    "Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que proceden de la fortuna sólo el azar las reparte."

    Al convertir a Dios en subsidiario de la fortuna y el azar, este viejo filósofo estaba poniendo las bases de la racionalidad moderna (y del ateísmo, por supuesto). Para el hombre primitivo el azar no existe. Su descubrimiento es sensacional.

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