We can't go on together
With suspicious minds (suspicious minds)
And we can't build our dreams
On suspicious minds
(Letra y música de Mark James; interpretada
por Elvis Presley)
Rob Brotherton es un psicólogo, profesor universitario, especialmente
interesado en las teorías conspiratorias, a las que dedicó su tesis doctoral,
así como un libro “Suspicious Minds”, Bloomsbury, 2015) y un blog sobre la materia, creado y mantenido con otros tres psicólogos tan
apasionados por el tema como él. El mensaje que se desprende de sus estudios y
reflexiones es que todos los seres humanos tenemos algo de conspiranoicos (“conspiracy
theorists”), solo que algunos lo disimulan mejor. Dicho de otra manera, la
tendencia a establecer conclusiones tan atropelladas como apasionadas como para
elaborar una teoría conspiranoica, o a basarse en datos aislados, inconexos o
elegidos cuidadosamente para sustentar estas creencias, es un rasgo humano. Tal
vez haya individuos más dotados para ello, pero en nuestros esquemas mentales
–en los esquemas mentales de todas las personas- existe la base para edificar
las creencias más peregrinas.
Porque, efectivamente, las creencias peregrinas son muchas y variadas. Brotherton
recorre algunas de ellas en un capítulo introductorio en la materia y salpica
su exposición de muchos ejemplos: la supuesta conspiración de los protocolos de
los Sabios de Sion, una historia absurda y novelística hábilmente explotada por
la policía zarista, entre cuyos efectos puede citarse sin error al Holocausto;
el complot detrás del asesinato de Kennedy; la falsa llegada a la Luna; las
supuestas manipulaciones para dominar el mundo del Foro Bildelberg (la reunión
de las 130 personas más influyentes del mundo, en cuyas reuniones, a las que se
asiste por invitación, está prohibido llevar calcetines blancos, talmente como
se recoge entre las exclusiones de las instrucciones
a autores del Txori-Herri Medical Journal); o las
propuestas de David Icke, según las cuales una sociedad secreta de élites
políticas, económicas y monárquicas consanguíneas, descendientes de los reyes
de Sumeria, que controla a la humanidad y persigue la instauración de un
gobierno mundial de orientación fascista y que fue instaurada hace milenios por
una raza de reptiles alienígenas, creencia que no solo sostiene sin ponerse ni
rojo, sino que cuenta con numerosísimos adeptos a lo largo y ancho del mundo.
Ahora bien, estas teorías resuenan y tienen éxito porque se acomodan a
las características de nuestra mente, del software mental que emerge del -y es
compatible con- el hardware cerebral con el que venimos equipados de fábrica
los seres humanos, una maquinaria que se adapta y expresa nuestros miedos,
nuestros deseos, nuestras presunciones acerca de cómo es el mundo y de qué
oportunidades y riesgos nos esperan o nos acechan en él, maquinaria pulida por
millones de años de selección natural, y de la que nos es imposible trascender
o prescindir. En este sentido, una vez reconocemos a la conspiranoia como
inherente a la naturaleza humana, el éxito de todas estas teorías
conspiranoicas se convierte en un punto de partida para explorar y descubrir
cómo leemos los humanos el mundo y cómo está articulada nuestra cognición. La
preeminencia de estas teorías no se debe, pues, a canales ultrarrápidos de
comunicación (Internet, redes sociales) que las expanden y enriquecen, sino a
que caen sobre el terreno abonado de la forma en que está configurada nuestra
forma de estar en el mundo y relacionarnos con él.
Algunos de los elementos que potencian la creencia en conspiraciones
tienen un matiz afectivo. Así, para Brotherton, el auge de los movimientos
antivacuna y su disposición a pensar que estos procedimientos médicos acarrean
todo tipo de complicaciones, que a pesar de ser conocidas por gobiernos y
fabricantes, son negadas exponiendo a la población a riesgos terribles, tienen
que ver con la necesidad de proteger a los más desvalidos de nuestros seres
qu
eridos: los bebés y niños más pequeños.
Pero el grueso de los mecanismos explorados por el autor son de
naturaleza cognitiva y, como ha quedado dicho, basados en la estructura de
nuestros mecanismos mentales. De esta manera, cabe decir que los seres humanos,
todos, tenemos una cierta disposición al pensamiento conspirativo, que debería
conceptualizarse como un rasgo como cualquier otro, una dimensión, que en
algunos individuos será más acusada que en otros.
El mundo es caótico, potencialmente amenazante. La incertidumbre genera inseguridad, por lo que antes que asumir el
caos es preferible tener la impresión de que alguien lo controla. Este control compensatorio puede explicar
algunas creencias religiosas (la creación, la providencia). Que alguien, para bien o para mal, controle
el mundo, es más seguro que vivir en él con la impresión de que es algo
incierto.
Otro elemento sobre el que se asientan las teorías conspiratorias es la
llamada paranoia prudente. Los seres
humanos tendemos a la sospecha, y esa sospecha suele ser provechosa, ya que nos
protege en el duro ecosistema social frente a posibles abusos y agresiones. El
problema es que este rasgo, adaptativo en sí, puede asentar sobre prejuicios y
presunciones a las que potenciará. Si se parte de la idea de que ciertos
colectivos humanos son ladinos, o vagos, o intolerantes… la paranoia prudente
puede volverse incendiaria (e imprudente) al sustentar y consolidar las
creencias.
Por otra parte, las teorías conspirativas tienen la virtud de que son
sencillas, simplifican la complejidad de la realidad, haciéndola más fácil de
comprender. Al explicar lo inexplicado (o inexplicable) estas teorías eliminan
el azar, tan difícil de tolerar por nuestra mente. Y quien da en primer lugar
con la teoría explicativa adquiere así la categoría de sabio, de profeta, de
guía, para una colectividad que sigue sus pasos y explicaciones.
Un rasgo humano más que favorece el éxito de las teorías es la
dificultad que tenemos los seres humanos para entender y apreciar nuestra
ignorancia y, por lo tanto, de asumirla. La ignorancia no suele ser fruto de la
falta de datos o de conocimientos, sino de la existencia de datos y
conocimientos incompletos que el individuo articular según criterios no siempre
razonables. Pero una vez que alcanzamos conclusiones (o que las elaboramos con
una lectura parcial de datos o una búsqueda incompleta en Google), nos
aferramos a ellas, porque nadie quiere ser ignorante y pocas situaciones son
más opacas a la introspección que la falta de conocimiento. Quien más, quien
menos, quiere –necesita- sentir que sabe, y las teorías conspirativas, al
rellenar huecos satisfacen estos requerimientos.
Un dato de interés es que las teorías conspirativas siguen esquemas y
temas comunes, son variaciones –como la literatura o el cine- de temas maestros
que parecen constituirse como arquetipos temáticos en nuestra mente. Entre
ellos, por ejemplo, Brotherton destaca la lucha del desfavorecido, del
Mindundi, contra el poder. Ese donnadie que alcanzará el éxito a través de su
esfuerzo, sobreponiéndose al poderoso, despierta la simpatía del humano, y
cualquier lectura del mundo que entrañe la pugna del débil frente al poderoso
partirá con ventaja a la hora de constituirse como explicación plausible, por
muy conspiranoica que sea. Como exitosa será cualquier hipótesis o propuesta
que refleje la sempiterna diferencia entre “nosotros” (virtuosos) y “ellos”
(nuestros rivales reales o figurados, siempre malintencionados y dispuestos a
perjudicarnos”. Una conspiranoia con unos “ellos” fácilmente identificables
calará con facilidad.
Un capítulo aparte debe dedicarse a los errores cognitivos que fomentan
las explicaciones irracionales. Los seres humanos no somos conscientes de lo
imperfecto de nuestras percepciones; saltamos por ello con facilidad a
conclusiones apresuradas, conectando mental y lógicamente puntos que carecen de
tal hilazón. Igualmente, estamos programados para inferir causas donde hay
coincidencias; sin duda este es un sesgo que ha resultado adaptativo a lo largo
de la historia de nuestra especie, porque permitió pensar que un ruido en el
bosque podría ser efecto de un depredador amenazante más que una casualidad, y
quienes hemos llegado hasta aquí somos los descendientes de quienes por pensar
así eludieron la amenaza al poner pies en polvorosa al oír quebrarse una rama. Pero
colateralmente, este mecanismo favorece que determinadas coincidencias sean
interpretadas como señales de que algo oculto se cuece, de que un determinado
acontecimiento no es fruto del azar, sino que existe algo que lo ha puesto en
marcha. Ese algo, además, tiene un elemento intencional, porque los atribuimos
intención a los fenómenos que observamos. Si identificamos al agente que los ha
podido causar, creeremos que su acción ha sido deliberada; si no lo
identificamos, lo buscaremos y le conferiremos intencionalidad: los dioses
enviaban castigos en la Antigüedad; hoy, detrás de un hecho trágico, están los
intereses alevosos de corporaciones o poderosos no siempre identificados. A
ello contribuye también la siempre sutil proyección, que permite que
traspasemos nuestros perjuicios, ambiciones y hostilidades al conjunto de los
seres humanos, creando un falso consenso y fomentando que quien tiene una
visión conspiranoica del mundo crea que el mundo está articulado como tal.
Otro sesgo cognitivo relevante es el de la proporcionalidad. Brotherton
expone diversos experimentos que demuestran que los humanos esperamos que
detrás de grandes fenómenos se escondan grandes causas. No podemos aceptar de
salida que la muerte de un mandatario sea el resultado de la acción de una
persona aislada y más o menos desequilibrada, y tenderemos a ver detrás del
magnicidio una conspiración de elementos proporcionados a la relevancia del
fallecido: grandes corporaciones, la Mafia, potencias enemigas, el partido
rival… No puede haber, pues, daño grande que no venga causado por un agente
proporcional al daño.
Rematan y consolidan las lecturas conspiranoicas los sesgos de
confirmación y la búsqueda del resultado que confirma la creencia, fenómenos
que pueden apreciarse en marcos tan supuestamente racionales como los debates
científicos. Si las hipótesis y los debates se basan en una lectura sesgada de
los resultados o en un “cherry-picking” de los datos de la experimentación, no
es porque los investigadores o académicos sean especialmente perversos o
manipuladores en la defensa de sus posiciones: es –simplemente- porque son
humanos y los humanos funcionamos así, no solo cuando tenemos intereses
especiales que defender, sino cuando tratamos de asegurar nuestra visión del
mundo y defendernos del azar, de la incertidumbre, del riesgo de un mundo que
quisiéramos más ordenado y predecible.
¿Será posible orientarnos en el caos, encontrar la sucesión de
acontecimientos que llevan a los fenómenos que observamos? ¿Debe prevalecer el
escepticismo, o no nos equivocamos cuando nos ponemos conspiranoicos? Al
analizar el fundamentalismo antivacunaciones, Brotherton contrapone el
vergonzoso experimento de Tuskegee que siguió la historia natural de la sífilis
en varones de raza negra que podían haber sido tratados, como ejemplo de que la
realidad a veces se pone a la altura de las teorías conspirativas más extremas.
Y, ciertamente, si hemos llegado hasta aquí debe ser porque a la larga, y tal
vez a la corta, la paranoia prudente, la denegación de nuestra ignorancia, los
sesgos de intencionalidad, proporcionalidad, la proyección y un ockhamismo
extremo que hace que nos decantemos por las explicaciones sencillas, son
ventajosas para el individuo y para la especie. Ser conscientes de ellos debería
ayudarnos a atemperar nuestra tendencia a leer con rapidez extrema la realidad,
armados de un escepticismo igualmente prudente. No debemos perder de vista que
como decía Benjamín Franklin, citado por el propio Brotherton, una de las
ventajas que tiene el Ser Humano en tanto que criatura razonable es que uno
puede encontrar razón para cualquier cosa a la que desee encontrársela. Como
bien percibía D. Benjamín, ser razonable, a la luz de nuestra disposición
conspiranoica, puede ser no mucho más que tener la capacidad de retorcer la
realidad para buscarle una explicación.
Colaboración de Juan Medrano
Magnífica idea estudiar el sesgo de la causalidad en la mente humana.
ResponderEliminar"Los seres humanos no somos conscientes de lo imperfecto de nuestras percepciones; saltamos por ello con facilidad a conclusiones apresuradas, conectando mental y lógicamente puntos que carecen de tal hilazón. Igualmente, estamos programados para inferir causas donde hay coincidencias; sin duda este es un sesgo que ha resultado adaptativo a lo largo de la historia de nuestra especie, porque permitió pensar que un ruido en el bosque podría ser efecto de un depredador amenazante más que una casualidad, y quienes hemos llegado hasta aquí somos los descendientes de quienes por pensar así eludieron la amenaza al poner pies en polvorosa al oír quebrarse una rama. Pero colateralmente, este mecanismo favorece que determinadas coincidencias sean interpretadas como señales de que algo oculto se cuece, de que un determinado acontecimiento no es fruto del azar, sino que existe algo que lo ha puesto en marcha."
Aristóteles, que siempre me había parecido tan aburrido (al fin y al cabo, su materialismo no llegó a descubrir el método científico) me sorprendió cuando, leyéndolo con más atención, encontré esto:
"Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que proceden de la fortuna sólo el azar las reparte."
Al convertir a Dios en subsidiario de la fortuna y el azar, este viejo filósofo estaba poniendo las bases de la racionalidad moderna (y del ateísmo, por supuesto). Para el hombre primitivo el azar no existe. Su descubrimiento es sensacional.
Artículo muy interesante y completo
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