Esta entrada es un comentario del libro Eavesdropping. An intimate history, de John L. Locke. Eavesdropping es un término que podemos traducir por fisgar o fisgonear, en el sentido de escuchar o mirar a escondidas. Eaves son aleros en inglés y eavesdropping se refiere al hecho de quedarse en la zona entre la caída del agua de los aleros y la pared de la casa para espiar lo que ocurre dentro. Hay que tener en cuenta que hace siglos, cuando surgió la palabra, no había coches ni el ruido ambiental que hay ahora y que las paredes de las casas tampoco eran probablemente muy consistentes, por lo que esa posición era muy adecuada para escuchar, y tal vez mirar por alguna abertura, lo que ocurre dentro. Este fenómeno está emparentado con el cotilleo, podemos decir que es la vía aferente del cotilleo, una de las formas en las que podemos conseguir información que luego cotillear.
La enseñanza más importante que he sacado de la lectura de este libro es la importancia psicológica y social de las paredes (sorprendentemente mucho mayor que la arquitectónica). Locke insiste varias veces a lo largo del libro en que las paredes son una tecnología social, y que su aparición cambió la conducta humana y dio lugar a conductas no existentes previamente. La vida privada, el individualismo, la soledad, la vida interior, etc., no existirían probablemente sin paredes, y este es un hecho del que probablemente no somos conscientes porque hemos vivido siempre en un mundo con paredes y pensamos que es lo más natural del mundo. Pero leyendo a Locke te das cuenta de que eso no es así y de que la vida privada no tiene nada de natural. Así que merece la pena revisar la historia de las paredes.
El ser humano procede de un mundo sin paredes. Los cazadores recolectores vivían en poblados en los que los individuos estaban continuamente expuestos, las 24 horas del día a la observación de los demás. Por otro lado, es conocido nuestro apetito por la información social, es decir, por saber lo que ocurre en las vidas de los demás, apetito que podemos calificar sin exagerar un ápice de voraz. Esto es lógico, necesitamos saber cómo van las vidas de los demás para saber así cómo va la nuestra.Y este apetito está enraizado en la biología: todos los animales fisgan, e incluso podríamos decir que las plantas también. Peter McGregor ha señalado que los pájaros que monitorizan las llamadas a larga distancia de otros pájaros -señales que no están pensadas para que sean recibidas por él- aumentan sus probabilidades de supervivencia y reproducción. Casi todos los modelos de comunicación actuales hablan de emisor y receptor pero habría que incluir en ellos al fisgón o “interceptor” porque eso es lo que ocurre realmente en la naturaleza. Nuestros parientes más próximos, los chimpancés, sólo dejan de fisgonear cuando están dormidos y hasta las plantas controlan lo que hacen las de al lado y segregan feromonas para combatir insectos herbívoros cuando observan que otras plantas lo hacen. El fenómeno del cotilleo y del “Granhermanismo” no es un invento reciente, desde luego.
Desde esa posición ancestral en la que todos podíamos ver lo que hacen los demás, llega un momento, hace 10.000-15.000 años en que empezamos gradualmente a hacernos sedentarios y aparecen las primeras paredes. Eso da lugar a un conflicto de intereses entre ese apetito por saber lo que pasa en la vida de los demás, y el mantenimiento de la intimidad. La vía que el deseo de información social encontró para enfrentarse a las paredes fue precisamente el escuchar y mirar a escondidas. Las paredes, al bloquear la vista, hicieron que aumentara probablemente la desconfianza: ¿qué tramaban los demás detrás de las paredes? y si las paredes iban a ser definitivas había que encontrar maneras de percibir más penetrantes. El fisgoneo fue la técnica para samplear la experiencia íntima de los demás. No podemos evitar ese mandato biológico, necesitamos absorber la información acerca de las vidas de los demás para beneficiarnos de la vida social, o para no ser perjudicados.
Como decíamos, nuestra vida ancestral era abierta. En la figura podéis ver un poblado del pueblo !Kung del desierto del Kalahari, dispuesto en círculos concéntricos con una especie de plaza o lugar de reunión en el centro y las cabañas alrededor de la misma y luego círculos más exteriores como la zona para cocinar o para defecar. Las cabañas no eran en realidad zonas para estar, la gente normalmente hace la vida fuera. En un momento dado se pueden meter dentro para protegerse de la lluvia o del sol pero principalmente se guardan cosas allí y sirve para dar una “dirección” a la familia y se considera una propiedad, pero no están pensadas para “habitarlas”. También se considera impropio o está mal visto que alguien se retire del mundo social del poblado y se marche solo por ahí. Los !Kung casi nunca están solos y la soledad se considera una forma bizarra de conducta. En este sentido, recuerdo haber leído la anécdota de un antropólogo que estaba estudiando uno de estos pueblos de cazadores-recolectores y en un momento dado deseó alejarse del poblado para estar solo. Cuando estaba sentado en un tronco apareció un nativo que se puso a hablar con él. Al de un rato el antropólogo le preguntó a ver qué hacía él allí, por qué había venido a hablar con él, y éste le dijo que se lo había mandado el jefe, que le había visto solo y que pensaba que estaba enfermo.
Es muy interesante el periodo en que el ser humano empezó a construir paredes y a hacerse sedentario y las costumbres alrededor de este hecho. Entre los Semai, un pueblo aborigen de las montañas de Malasia, que estudió Robert Dentan en los años 60 se considera un acto de extrema hostilidad negarse a admitir a alguien en tu casa. Dentan cuenta cómo los Semai entraban en su casa aunque él y su mujer estuvieran durmiendo a las 5 de la madrugada. Normalmente tosían un poco antes de entrar como preguntando a ver si estaban dormidos. Si Dentan y su mujer se hacían los dormidos los sujetos se sentaban y se ponían a hablar de sus cosas tranquilamente. Otras veces podría entrar un único individuo y canturreaba y fisgaba entre sus cosas sin el menor reparo. Los Nayaka también tenían paredes pero hacían todo fuera de la casa, alrededor del fuego, a la vista de los demás. Los samoanos también quieren saber lo que pasa en la vida de los demás y piensan que si te encierras dentro es que tienes secretos que esconder o que estás tramando algo. Estas sociedades más igualitarias sólo podían mantenerse por una vigilancia constante de todos los miembros.
Las paredes era una nueva tecnología que paradójicamente amenazaba la seguridad de los grupos humanos, porque quitaba de la vista y de los oídos material que era esencial para mantener la paz y la moralidad del grupo. Pero con la agricultura y la ganadería empezó a tener sentido para los pueblos hacerse sedentarios y construir casas con paredes. Pero la gente se resistió en muchos sitios de Asia, Australia o Sudamérica a construir casas, lo que lleva a Amos Rapoport a concluir que construir casas no es un acto natural y que no es universal. En algunos sitios se construyeron casas, pero la gente no vivía en ellas. Lo que se resistía era el final de la transparencia de la vida social, la vida privada originaba curiosidad y sospecha. Entre los Sakalava de Madagascar estar solo en casa se consideraba un signo seguro de maldad, de estar tramando algo, como comentábamos. El secreto y la separación se veían como falta de generosidad y como una conducta antisocial o de superioridad o de distinción, y generaba rechazo. Esta misma ambivalencia con respecto a la privacidad la vemos en los Zinacantecos del sur de Méjico donde quedarse dentro de las paredes de la casa era admitir públicamente estar haciendo algo malo. Lo que la gente espera es que todas las actividades de la vida cotidiana se realicen de manera que puedan ser vistas por el resto del poblado. Pero también es curioso que, por el otro lado, piensan que es una locura no querer observar o ignorar aspectos de la vida de los demás que pueden ser observados, es decir que no entienden tampoco que no se tenga interés en observar la vida de los demás.
Esta sobreexposición constante a los demás es evidente que tiene aspectos negativos. Sentir que eres transparente y que todas tus idas y venidas están siendo vigiladas por alguien (como ocurre todavía en los pueblos) puede ser agobiante. Pero también vigilar a los demás es un trabajo, algo que lleva tiempo y esfuerzo y que te impide hacer otras cosas. Por ello, las paredes y la privacidad pudieron tener el efecto de aliviar esa vigilancia por los dos lados y dar un respiro a todo el mundo. Y así nuestros ancestros fueron descubriendo la vida interior y también la intimidad. Si como decimos privacidad y secreto van de la mano, me sentiré más cercano y próximo a los que comparten mis secretos, a los que están a este lado de la pared.
Pero hay más que esto. Cuando el ser humano se mete dentro de las paredes ya no es el mismo que el que estaba a la intemperie. La pared, como cualquier otra tecnología, nos cambia. Es en algunos sentidos como cuando vestimos una máscara, que también nuestra psicología cambia. Aparece la vida privada, diferente de la pública, este producto de la domesticación que es la pared, y detrás de la pared el hombre empieza a hacer cosas que no podría hacer a la vista de los demás, cosas que antes no podía permitirse. De hecho, privado viene del latin privatus y privare (privar). Hanna Arendt escribe en The Human condition: “Llevar una vida completamente privada significa sobre todo estar privado de cosas esenciales para una vida humana: estar privado de la realidad que viene de ser visto y oído por los demás, ser privado de la relación objetiva con ellos que viene de estar a la vez relacionado y separado de ellos por el intermediario que es un mundo común de cosas, estar privado de la posibilidad de conseguir algo más permanente que la vida misma. La privación de la privacidad consiste en la ausencia de los otros”.
Pero la aparición de las paredes coincide con la época en que aumentó la población humana con la agricultura (o incluso antes) y con ese aumento de población aparece algo que antes no existía: los extraños. En sociedades de cazadores recolectores de 50-60 individuos como los !Kung se conocen todos, pero ahora aparecen los extraños y empieza a tener sentido protegerse y aislarse de ellos. El extraño ea siempre peligroso y temido. Detrás de las paredes estábamos seguros, protegidos de los extraños y de todos los demás. La pared provee un nicho de seguridad, de inmunidad, donde se desarrolla la mente, la personalidad, el yo y las relaciones personales. La comunicación dentro de la familia, y la proximidad, se hace mayor porque hay que tener en cuenta que al principio en las casas no hay paredes internas. Toda la familia vive (come, duerme, etc.) en la misma zona común. En un principio no hay dormitorios ni habitaciones individuales, sólo existe la pared externa que separa del exterior. Pero con el tiempo llegarán las paredes internas, promoviendo la separación dentro de la familia y el individualismo. Es en el siglo XVI, según Philippe Aries, que la gente empieza a pensar de sí mismos como individuos, como individuos que difieren de los demás de forma importante y buscan espacios que refuercen esas diferencias. Como dice Gadlin, el individualismo y la intimidad son gemelos siameses de la modernización. Como decíamos aparece un hombre público y un hombre privado, con las paredes hay un espacio público y un espacio privado, una vida pública y una vida privada.
Pero todo esto no evita sino que refuerza la necesidad de fisgar. ¿Cómo vas a diseñar una vida privada para ti si no sabes cómo viven los demás? Cómo vamos a hacer la comparación social tan necesaria (mandato evolucionista) sin saber qué hacen los demás? Espiar la vida privada se hizo aún más valioso. Porque la vida pública podía ser una apariencia, una fachada, y para ver las vulnerabilidades de la persona, cómo es su verdadero yo (el yo privado pasó a considerarse el verdadero), había que entrar detrás de esas paredes. La exposición a los demás suprime la mala conducta, es evidente, pero en el refugio de las paredes podemos hacer lo que queremos sin miedo de que nos detecten. El éxito social y económico depende de una buena reputación que tarda años en conseguirse y se puede destruir en unos minutos por medio del cotilleo de actividades moralmente impropias conseguidas escuchando detrás de la pared. Si el fisgoneo es el robo de experiencias íntimas hay que preguntarse qué se hace luego con ellas y está claro que la respuesta es cotillearlas, como decíamos fisgar y cotillear se pueden considerar dos fases del mismo fenómeno.
John L Locke |
Todo esto con respecto al fisgoneo y el cotilleo analógico pero existe también el fisgoneo virtual o digital. El instinto biológico de conseguir información social es una fuerza que ha ido cambiando a lo largo de la historia y se ha expresado de diferentes maneras. Ahora se puede decir que estamos de nuevo en un mundo sin paredes y que hemos cerrado el círculo volviendo a la época de los cazadores recolectores. Tenemos Facebook, Twitter, Gran Hermano, programas de cotilleo en la televisión, revistas, etc. Pero antes de la época digital ya existían las novelas, las autobiografías, el cine, etc., formas todas ellas de meter las narices en la vida de los demás y degustar experiencias íntimas. Actualmente todos somos exhibicionistas y espectadores. Nos mostramos para que nos miren y , a su vez, miramos a los demás. Nos gusta posar, tener una audiencia, testigos de nuestra vida, de ahí el éxito de las redes sociales.
Bueno, creo que el libro decididamente merece la pena. Aunque sólo sea por hacernos caer en la cuenta de la importancia que tienen las paredes y cómo hay que tenerlas en cuenta a la hora de escribir la historia y la evolución de la soledad, del yo y del individuo.
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